La practica de Zen parte del presupuesto de mantener constantemente la observación y la exploración, así como no perderse en los pensamientos y sentimientos que constantemente pasan por nuestra cabeza. Hay que dejarlos pasar para no darles fuerza. Por eso el Zen es vigilancia, atención sin esfuerzo carente de la más mínima búsqueda de provecho alguno, es decir, la vigilancia sin más, la atención desnuda, la contemplación sin objeto, la mirada sin propósito alguno en ese estar alerta. Es preciso, como decía Jean Klein ser como los animales salvajes, que están perfectamente alerta sin referencia a ninguna imagen de sí mismos, ni a un pasado o futuro. El cuerpo natural está tan despierto como una pantera. Estar alerta no es un hacer sino un recibir. Ese es el estado natural del cerebro. Y esa serena aceptación acabará, mediante el ejercicio cotidiano, de dar la bienvenida a una nueva dimensión. Esa es la promesa del Zen.
El Zen no es patrimonio de Oriente, sino de toda la humanidad, un derecho de nacimiento ajeno a las religiones y a sus mediadores.
En la práctica del Zen no se trata de despreciar el pensamiento y su razón lógica, sino de no monopolizar el conocimiento que de ellos se desprende al identificarnos sólo con el modelo objetivo-racional. Porque sería una profunda desgracia que las sombras de la caverna de Platón ahogasen en la oscuridad el conocimiento de la gran realidad que se halla justamente en las mismas espaldas de los esclavos de la razón. Pues de lo que se trata es de atreverse a salir, aun con el precio de la soledad, de la claustrofobia de ese asfixiante habitáculo del orden cotidiano de los objetos, para que llegue a manifestarse la presencia que late en el corazón de todos los objetos. Ese es el camino de la madurez, la ampliación de la conciencia que responde a la cuestión ¿para qué estamos aquí? Y ese es el camino del Zen.
Rafael Redondo