Me dice mi amigo Vicente: la vacuidad es un niño que nos pide pan, un verdadero compromiso con los que no lo tienen; un compartir las penas de este mundo desde el entero reconocimiento de este mundo y de sus penas. Vivir en la vacuidad es hacerlo en la profunda alegría de que todas las cosas sean como son, sin que nos gane la pereza a la hora de entregarnos a quienes nos necesitan, porque esa entrega es su sello de autenticidad, su tacto inconfundible.
Si la práctica del Za-Zen me encapsula ante el mundo y no acaba en un abrazo con la humanidad, es que está coja. Y si no me humaniza es que es un narcótico. Sin en vez de hacerme hijo de Dios, me endiosa, es que es un opio más. Si en lugar de acercarme al mercado, me convierte en mercader, es que me he equivocado de trinchera. Si el Zen no me hace más disponible con los que nada tienen, no es Zen.