En pleno alborear de esta fría mañana de diciembre, me ha sido dado catar, una vez más, la riada de energía que habita la materia y que, en forma ajena a toda forma, fluye de arriba abajo por el cuerpo. Vi pasear el aliento vital del cosmos desde mis venas hasta el roquedal de la sierra de Anboto que asoma en mi ventana: todo es el mismo Ser que nutre la existencia, el que otorga vigor a nuestras células, la misma fuerza que tanto cuida de las galaxias como de la recóndita amapola escondida en el claro del bosque, la que nadie verá jamás, pero que el Señor de la vida mantiene en su Unidad.
Desde las primeras luces, lo innombrado despuntó en torrente de vida nutriente, en silente caricia, el Ser. Y lo escribo desde la gratitud al Gran Silencio, apertura a la Total Presencia, la que abriga lo simple y lo complejo, la forma y lo sin-forma. Silencio sanador que recompone toda herida rompiendo las cadenas que nos hacen rehenes del ruido instalado en los cerebros.
Mi –nuestra- verdadera naturaleza, vista como “desmaterializada materia”. Mi –nuestra- identidad real tan sólo conocida cuando estoy dispuesto al dar el gran paso de soltarlo todo: un viaje a la más intrincada célula de mi profunda mismidad; un sendero que lleva hasta el comienzo sin comienzo, mucho antes de que el tiempo y los sucesos fueran y el Universo naciera. Allí donde no había tiempo, tan sólo vacío, ese no-lugar donde nada había. Pero, sin embargo, yo ya latía.
En esta aurora me ha sido dado ver que cuando arrostro con coraje la aventura de mirar y ver –porque de bien mirar y ver se trata-, fuera del brocal de mi pequeño yo, libre de todo espacio y tiempo, veo –digo- que cuando, armado de valor, afronto mi propia extinción sin osar dejar huella; que cuando abandono el personaje con que un día me disfrazaron; que cuando ya muy ajeno a la memoria de mi historia personal acepto lo inaceptable, veo –digo- abrirse la posibilidad de sentir el con-tacto con la acogedora piel del regazo del Ser, mi verdadero hogar, patria de los apátridas.
Meditar es atender el sacudirse cada instante de la conciencia trivial, practicar la Ausencia tras un rotundo primer NO sobre los conceptos manidos del pensamiento único. Quien realiza tal práctica, sabe que de semejante negación emerge la afirmación del Infinito, ya que el practicante del silencio es un ser a la espera, vigía que aguarda un devenir sin representación ni guía; un desposeído de sí, sin imagen de dios ni de sí mismo y sin más posesión ni pertenencia que su propio respirar. Y de esa forma, sumidos en el Silencio, podemos escalar por donde nadie trepa, hasta horadar las espaldas de Dios.
El verdadero caminante comprueba en su interior el brote de la vida y aguarda confiado la plenitud de lo naciente allá en su más honda entraña. Él sabe, y sabe bien, de esa promesa que le interpela y le sacude cuando en su propia oquedad construye el puerto de partida que apunta al gran encuentro con el Tú que desde ese pedestal vacío otea. Toda certera luz, parte de una previa demolición, la del paralizante miedo cegador.
La experiencia del Ser es vivirse allende el tiempo, más allá y más acá de un entonces sin entonces, en un foro sin espacio, donde clama el silente maestro interior al deponer su propia voz. Y así, vaciado de sí, se deja llevar acogiendo al invitado que lo habrá de expulsar de su acomodado domicilio: un exilio a la eternidad.
Fecunda y amorosa privación que desmiente toda esclavitud. Dejarse ser, dejarse originar, dejar nacer el Verbo como si fuera un poema recién brotado en el Alba del mundo, donde se gesta esa voz sin voz. El caminante verdadero no teme a la Nada.
Hoy, al despuntar la aurora, contemplé mi absoluto rostro y en él los ojos que a sí mismos se ven; como si por vez primera sin espejo se miraran, y pude en ellos leer el destello de lo que nunca fue hablado, oído y visto.
Lugar sin lugar donde nos buscamos, y nos hallamos, donde el amor de Abba rescata al ser humano del infierno encapsulado, y le hace cumbre y luz en medio del imperio de las sombras.
Todo esto anoto mientras tiemblo.