Ocurrió en Kioto. Un joven escritor holandés, interesado por el zen, visitó en uno de los magníficos templos budistas de esa ciudad japonesa a un anciano monje que, curiosamente, y pese a ser analfabeto, había alcanzado el grado de maestro zen. El monje preguntó al joven sobre la religión que profesaba, y, al responderle que era cristiano, el maestro zen no ocultó su ignorancia sobre la persona y la obra de Jesús, pero comoquiera que mostrara un evidente interés sobre el galileo, el joven corrió hacia la biblioteca de la universidad de Kioto en busca de un Nuevo Testamento. Y ya de nuevo ante el anciano, este sugirió al joven que le leyera un texto del Evangelio, el primero que se presentara a sus ojos abriendo el libro al azar. El texto que el joven halló ante sí fué el pasaje de las bienaventuranzas.
Acabada la lectura, el monje cerró los ojos y guardó unos minutos de silencioso recogimiento, acompañado de otros monjes que se hallaban con él. Al levantar la cabeza, mirando de nuevo al holandés, el anciano exclamó: «No conozco a quien dijo eso que tu has leído; pero está claro -añadió contundentemente- que esas palabras solo pueden ser las palabras de un buda».
Un buda es un ser despierto. Todos los «Budas» hablan igual, todos expresan la misma experiencia. El anciano y analfabeto monje budista de nuestra historia, no estudió teología, pero, sin otra mediación que el conocimiento intuitivo propio de los hombres despiertos, superó en un instante las obsesivas dudas metódicas de los teólogos bíblicos, al reconocer sin mediaciones, directamente, las señas de identidad de Jesús como Buda -Hijo de Dios- Aquel que daba gracias a su Padre porque tales cosas las velaba a los poderosos y las revelaba a los sencillos.
Jesús no vino para fundar religión alguna, sino para Seguir leyendo Jesús →