Observar el sonido del silencio es comprender, y no sin asombro, el lenguaje sin lengua proferido entre dos tiempos y dos pensamientos, el que se abre paso en la vacua geometría de un cosmos sin costuras. E hincarse de rodillas.
Hoy, una vez más, pude admirar la extensa dimensión del crepúsculo plomizo en Bilbao, con todo el aire golpeando mi frente. Y se me dio el don -no en exclusiva, claro- de poder ver que despertar es constatar las formas que, una a una, como silenciosos copos que en vez de caer, brotaran del silencio de la Unidad, y en lugar de derretirse, deslumbraran las pupilas. De lo vacío mana un tajo de luz, el temblor de ESO que llamamos Dios.
Y de ese modo, poder contemplar la sigilosa experiencia del silencio cuyo sonar va más allá –bastante más allá- del cobre atardecido y sus lenguajes; y más allá de la simple insonoridad. Algo parecido al nacer de un des-nacer, donde el amor se hace Noticia y ternura el Ser.
El ser humano no es –como Heidegger dijo- un pastor del ser. El Ser, más bien, nos pastorea, guiándonos con su cayado los pasos hacia el origen de nuestra misma mismidad. Y así, desde los ojos del cayado, llega un momento en que el caminante presiente que es caminado. Y respirado. Pero de eso que llamamos Dios, de cuya presente impresencia atisbamos tan sólo leves huellas, no sabemos nada más. Porque no se trata de saber: ser es más que comprender.
Mirar a los adentros y poder constatar que en ellos bandea el Océano Pacífico, que la ola es el mar. Por eso hoy la soledad se hizo más fértil. El Origen se pronunció desde sus más lejanos ecos, y aún siento como propio su propio aliento.
Lo sin-nombre aposenta su fe en mi nada, y de esa nada brota mi fe. Confianza desértica, silencio pleno, grieta de luz, tan cierta, tan presente, tan real, que sobra la misma fe, que sobra la misma esperanza. Lo sé. Él contó con mi soledad.
Enorme es La Fuente cuando el ser de la existencia se deja regar por lágrimas sin causa, y los agradecidos brazos se elevan, solos, automáticamente, penetrando los insondables cielos de la ciudad atardecida. Consagrándose como Mundo. La Ausencia, entonces, clama, fulge, brama. Hace su aparición lo que jamás estuvo. Sólo vislumbra el alba quien sabe –y no sin dolor- vislumbrar la noche que se inicia.
Por eso, humildemente puedo afirmar cuán dócil a su reclamo misterioso, la luz atardeció en la quietud de mis escombros, hasta sentir su tacto. Algunos claros azules ultiman el ocaso. Ausencia del yo en la muerte de mi muerte. Desde ahí la Presencia inenarrable.
El Fondo, a veces, sale a la orilla. Y lo hace cuando la mirada limpia de la fragilidad sabe bucear el alma vaciada de su yo. Entonces el Misterio se Seguir leyendo Circular: fin de vacaciones