Desde muy joven, el gran maestro Dogen estaba invadido por una duda que ninguno de los monjes eruditos tendai de su monasterio podía contestar a su entera satisfacción: “si todos los seres poseen ya la naturaleza búdica, ¿por qué hay que procurar que surja la voluntad hacia la iluminación y participar en prácticas para alcanzarla?”
Su búsqueda de la respuesta lo llevó al fin a China, al monasterio de Ju-Ching, un maestro de la escuela Ts’ao-tung (o “soto”, en japonés), donde se practicaba con mucha intensidad la meditación. Una noche, durante una sesión de meditación, Ju-Ching le gritó al monje que estaba sentado junto a Dogen: “¡Cuando estudies bajo la dirección de un maestro debes soltar el cuerpo y la mente! ¿De qué sirve dormir pesadamente con la mente fija en un propósito?” Al oír esas palabras, de pronto Dogen sintió lo que era soltar el cuerpo y la mente. Su dilema estaba resuelto. Recibió de Ju-Ching el sello y el manto de la sucesión del patriarcado de la secta soto y regresó a Japón para enseñar. A diferencia de lo que hacían otros peregrinos budistas que habían viajado a China, Dogen retornó a Japón sin llevar nuevos sutras, ritos o imágenes sagradas. Según sus propias palabras, llegó “con las manos vacías”, sin saber nada más que “los ojos están horizontales y la nariz vertical”, mas no obstante, “con una pesada carga sobre los hombros”.
La luz como constituyente de nuestra misma esencia.
Dogen apunta hacia una experiencia que considero crucial: ¡soltar el cuerpo y la mente! Ello lleva al directo acceso al reino de lo informe, lo No Manifestado, el manantial invisible de todas las cosas, el Ser dentro de todos los seres. La gran liberación implica la expansión más allá del cuerpo y la superación de la asfixiante conciencia ordinaria.
Se trata de atravesar el miedo a perder la propia individualidad, la que limita y encapsula el alma en el cilindro corporal percibido como ego. Ello supone un cambio radical, una metanoia, una transformación radical que pasa por la ruptura de los viejos sistemas de refugio y protección. Esa metamorfosis exige la muerte del yo, la aniquilación de las formas caducas, siendo ese el precio que la Vida exige para que el ser humano halle su centro y encuentre la luz que fulge en el corazón de la penumbra.
El Ser, en su afán natural de manifestarse en la forma que nos ha sido dada, exige de cada ser humano una disposición a no detenerse en esa vía, sin meta ni llegada, que es el Camino. Y lo deberá hacer sin reservas.
Hallar en la más profunda vena del corazón humano la raíz inextinguible del Fondo que late en nuestros latidos, es ya un indicador de que puede admitir el sufrimiento inherente al sendero liberador. Que sepa sufrir –y no que ya no sufra- es la prueba de que ha alcanzado su centro, afirma Dürckheim, quien añade que vencer el sufrimiento significa ser capaz de sufrir el dolor. La única forma de susceptible de dar fielmente testimonio del Ser en el mundo es este dominio de sí mismo.
En el entorno sociológico de los practicantes de diversos tipos de meditación, puede darse el hecho (como sucede en personas estresadas provenientes del mundo empresarial, en tantos eruditos practicantes que entienden de lo que no comprenden), de que habiendo paladeado la dulce cercanía del Ser deseen afincarse en una suerte de luminosa evasión que les garantice la redención de por vida del poder de las sombras. Sin embargo, es precisamente el reino de las brumas el que paradójicamente nos brinda la ocasión de poner constantemente en juego la veracidad del fulgor adquirido en el contacto con lo numinoso. Quien no se arriesga a vivir el Centro desde y en el mismo brocal del cráter del volcán, se aparta del auténtico camino apartándose de la órbita del Ser. Tener el coraje –exclama Dürckheim- de hacer un arriesgado don de sí mismo es lo que engendra la forma por la que el hombre, con plena conciencia, responsable y libre, mantiene el contacto con su Ser esencial permaneciendo en su centro no de un modo pasajero, sino de forma constante. El hombre –añade Dürckheim– sigue siendo hombre incluso en su forma más sublime. Si una vez llegado a su Ser esencial, se queda apartado del mundo, es que no ha alcanzado su centro personal. Lo cual exige un ejercicio metódico.
Condúcenos a la interior bodega
donde la vida en Dios es transformada,
donde la fe se ilumina y sosiega,
donde la muerte es vida renovada.
Juan de la Cruz
La muerte forma parte de la vida. Y al revés. Del expirar de la respiración brota el renacer del inspirar, porque de la muerte emerge renovada la vida. Si permaneciéramos atentos al milagro de la respiración, constataríamos este prodigioso hecho natural, porque en relación con él estamos en condiciones de presentir la plenitud de la Vida más allá de la vida y de la muerte. Sin embargo el llamado “hombre de a pie” que vive en la superficialidad, rechaza el pensar en la muerte. Le aterra, siendo esa la razón de que sea tan temida la práctica, severa y austera, de la práctica del Za-Zen, que encara al meditante a mirar cara a cara la profundidad que late tras la vida y la muerte. Sólo –dice Dürckheim- aquel que conoce a los cómplices de la muerte –el desasosiego, la angustia y el horror- y les hace frente, es el que puede contemplar la claridad que viene del infinito, que traspasa toda finitud, elimina las fronteras llevando al hombre por encima de ellas y haciendo de él un testigo de la eternidad.
“….Cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser….”
Gabriel Celaya
Tener el valor de afrontar la muerte, de decir sí ante su rostro, ensancha los límites de la conciencia ordinaria, abriéndonos a una nueva comprensión que habita más allá de la vida y de la muerte, encendiendo la antorcha de una libertad que suelta presa de nuestros aferramientos al saber, al tener, y al poder; una liberación para abandonar esas ligaduras neuróticas que abortan nuestra profunda tendencia a traspasar el umbral que aboca a lo Desconocido.
Destrucción que regenera, muerte que libera vida, espirar del que brota la vida renovada. Quien vive en la superficial creencia (¿qué creencia no es superficial) de que el sentido del vivir está en el sobrevivir, se cierra el camino hacia la plenitud que habita más allá de los contrarios. Ser sano consiste en traspasar ese umbral del lugar común de la conciencia gregaria, del Pensamiento Único fomentado por la suicida civilización mercantil. Estar en la salud es ser salud, y ser salud es estar dispuesto a soltarse, a des-prenderse; estar disponible a morir en cada instante a lo caduco. Muerte que la Vida exige a lo largo y lo ancho de nuestra permanencia en el cuerpo y en la tierra. Estoy hablando de una transformación que va más allá de un cambio de muebles; hablo de un cambio de morada, hablo de un cambio de conciencia que inserte lo finito en lo infinito.
Quien avanza en el Camino, siente en un determinado momento como si se sintiera “pastoreado”, o más exactamente, conducido, alguien camina por él. Se deja caminar. Sabe bien –y ello le reporta confianza- que su experiencia se siente respaldada por una tradición milenaria cuyos guías y maestros le orientan a transformarse en paso para que el paso le trasforme. Se trata de una renovación alternante entre soltar lo viejo adquiriendo lo nuevo en una suerte decisiva que alterna la muerte con la vida en un eterno morir y devenir.
Abrirse paso hacia el Ser implica que el caminante se des-prenda de sus viejos hábitos, para que, de ese modo, las viejas fachadas y pilares que sujetan la conciencia ordinaria del yo profano, una vez derribados, dejen paso a la persona abierta al Absoluto. El caminante sabe bien que el Camino (ese modo que la Vida adquiere al tomar forma humana) le exige la previa aceptación del sufrimiento y la finitud como puente hacia la liberación y expresión del infinito que late en su más profunda entraña, y desde ella quiere expresarse y transparentarse en el mundo. El Camino es la metamorfosis que le alza a la Otra Orilla, y supone un total viraje vital al servicio de la trascendencia, un compromiso con la Vida que sacrifica todo impedimento que obstaculice el sendero hacia ese pacto liberador consigo mismo. Muerte y Renacimiento.
El verdadero caminante sabe muy bien que ya desde sus primeros pasos la Vida le aboca a traspasar las barreras del pensamiento convencional, de la ilusoria conciencia ordinaria (tan lúcidamente bautizada por Marx, como falsa conciencia) dando un salto a otro nivel, hacia otra ruta diferente, hacia otro orden natural de la existencia.
La mayoría de las gentes, por lo común –y más inconsciente que conscientemente-, realiza trabajos que no ama. Un profundo malestar colectivo tan sólo atemperado por un gregarismo tribal que enmascara el sufrimiento real que late tras la insatisfacción severa de no responder a las demandas auténticas de la existencia sino dentro del plano más superficial de aquella. Cuanto más su desasosiego interior –señala Dürckheim– le lleve a escapar de sí y a perseguir su sentido en un ámbito organizacional establecido y socialmente admitido, (esa finitud indefinidamente prolongada) más dificultad encontrará en recuperar la Vía que le conduce a la madurez. Pero la nostalgia del Ser será una constante aldabonazo que puede brotar inesperadamente provocando un revolucionario giro copernicano que dé sentido a su adaptable y sosegada vida insustancial. Me refiero a “algo” supranatural que en el fondo humano late e interpela, que inevitablemente nos acompaña, que nos atrae y trae hacia nosotros, que nos destruye y nos restaura.
¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado
que a vida eterna sabe y toda deuda paga!
Matando, muerte en vida has trocado.
Juan de la Cruz
¡¡¡FELIZ NUEVO CURSO EN IPAR HAIZEA!!! EMPEZAMOS LAS SESIONES DE MEDITACIÓN EL PRÓXIMO LUNES 11 DE SEPTIEMBRE
RAFAEL REDONDO