Y, finalmente, si de algo han adolecido casi todas las tradiciones sapienciales es de excesiva solemnidad en sus modos de proponer la verdad; sin embargo, los maestros zen, esos descarados que vinieron a derrocar peanas y a ventilar capillas -mostrando así un profundo respeto que no distinguía lo profano de lo sagrado-, la repartieron a gritos y a coscorrones mientras se mondaban de risa, porque la cosa, el gran asunto, tiene gracia, mucha gracia.
Leed, si os apetece pasarlo en grande, los dichos y los hechos de vuestros tíos-abuelos Hui-neg, Huang-po, Hakuin, Tosan Ryokai, Lin-chi o Dôgen, entre muchos otros humoristas verdaderos. Cuentan del último que, al volver de China, a la que viajó para empaparse de los secretos del zen, lo estaba aguardando todo el pueblo, ansioso por oír lo que había aprendido de los maestros de aquel país, cuya autoridad era legendaria; y nosotros nos imaginamos a la banda de música de las grandes ocasiones precediendo a la curiosa comitiva. El caso es que, encaramado a una tarima, nuestro tío-abuelo Dôgen -que volvía pletórico de humor y de sencillez, es decir, de sabiduría- se limitó a decirles: