El ser humano, solo por el hecho de haber nacido, e independiente de las religiones y creencias que haya podido profesar y abandonar, puede dejarse penetrar por una realidad que le trasciende. Esa misteriosa experiencia de Amor le libera del temor a morir, y presiente en sus entrañas una Presencia que, en su humildad, se percata de la imposibilidad de comunicarla con palabras: un soplo sagrado que no brota de este planeta. Y siendo cierto que muchos han aprendido ese soplo por la revelación de las sagradas escrituras, no es menos cierto que quien haya perdido la fe permanezca bajo el efecto de una profunda nostalgia de lo sagrado, al margen de dogmas o teologías.
Si el ser humano, toma en serio esa su disposición interior, puede sentir -y el ateo, mejor que nadie- unas alas nuevas que le elevan sobre la desolación de la soledad, sobre el sufrimiento del absurdo y sobre la aflicción ante la extinción.
Estoy hablando de una transformación desde la raíz (radical), de una nueva fe que vuelve a habitar en él después de haber pasado por los abismos del fracaso y el cansancio de rodear sus laberintos.
Es el Hombre Nuevo, que, al margen del tiempo y del espacio, le hace gritar por dentro y fuera ¡¡Feliz Año Nuevo!!