Triste misión la sumisión de pasar por este mundo laborando por un reconocimiento ajeno a nuestro propio ser. ¿Por qué irrazonable razón el ser humano es reconocido y premiado por esas pretendidas metas y objetivos y, lejos de orientar la ruta de su vida hacia la madurez, se vuelve neuróticamente obediente?
¿Acaso solamente los resultados externos, la productividad, son la inequívoca muestra de las posibilidades de ser “alguien”? ¿Acaso el ser humano no se desfigura a sí mismo en ese estúpido afán de rendimiento para llegar a no se sabe dónde? ¿Qué tiene que ver esa dinámica esfuerzo-logro-esfuerzo con el ideal de sentirse totalidad, sentirse sano, disponible y vivo en la Vida, como enseña la sabiduría perenne? ¿Revela ese esfuerzo lo mejor de nosotros, o no será acaso otro adiestramiento manipulador de ese desvivir que llamamos vida laboral-liberal? Además, ¿quién es el amo adiestrador de ese modo de vivir? ¿Es humano un ser humano, que dejando su piel en ese programado anhelo, ofrece al mundo lo mejor de sí mismo en aras del tener más que del ser? Nos hemos dejado idiotizar.
¿Cuál es el motivo que late detrás de todo motivo más allá de la cuenta de resultados? ¿En qué medida el ser humano es motivado para sentir su profundidad más allá de la necesidad del sólo tener-brillar? ¿Hasta qué punto podemos considerar todo esto como el culmen de la realización humana como señalan los gurúes de los inhumanos Recursos Humanos?
De un tiempo acá, desde las poderosas organizaciones profesionales españolas de la Ingeniería Industrial que funcionan como un lobby, viene defendiéndose y reclamándose la necesidad de reimplantar la «cultura del esfuerzo», especialmente, en el sistema universitario. Se trata de una concepción de la enseñanza que, identificando “educación” con “capacitación”, prepara y explota al joven estudiante como si fuera un coche de carreras. Esta mentalidad, tan enraizada en el llamado Plan Bolonia, resucita de nuevo desde la minoritaria y conservadora posición opusdeísta de un poderoso e influyente grupo de presión tecnocrático, cuya mentalidad competitiva y mercantil alcanza cotas de epidemia. Vivimos -desvivimos- colonizados por la mente liberal. La cultura del esfuerzo irracional es una especie de programación colectiva que considera el capitalismo tan natural como la rotación de la tierra o la luz del sol.
Esfuerzo, ¿para qué? Esfuerzo, ¿para qué beneficiario?
Occidente vive una situación degradada. El ser humano, se ha convertido en juguete de poderes y organizaciones impersonales, viviéndose a sí mismo como una especie de obediente robot que no sufre ni siente, que logra altos rendimientos pero no tiene alma. Su desgracia consiste en que habiendo sido diseñado para ser totalidad, se vive y percibe como fragmento, siendo hacia esa epidemia neurotizante donde se encauzan los programas universitarios. Un azote que acecha a ciertas descafeinadas prácticas pretendidamente espirituales, dirigidas a los altos ejecutivos, como el coaching y mindfulness claramente contaminadas de la peste mercantilista que ha logrado contagiar incluso a ciertas escuelas de espiritualidad y zen cuyos dirigentes, siguiendo menos a Buda que al dios Mercado, inician en la atención plena del koan, para finalizar centrándose el euro.
Cada camino espiritual, si es verdadero, es un sendero hacia la «aleteia» o des-ocultamiento de la Realidad; una vía abierta hacia la alteridad, hacia lo Otro que vive en mí; hacia lo otro de mí, latente en mi más profunda vena, que me constituye y plenifica. La espiritualidad real remite a esa otredad constituyente de mí yo.
Hablo de una constitución natural, no de un estado logrado por el esfuerzo, sino que brota desde el interior del ser humano y cuya diafanía se manifiesta en todos los universos y galaxias. Es preciso recordar que hemos nacido para realizar en nosotros esa diafanía de la Unidad y no para competir como imbéciles neuróticos obedeciendo a la tecnocracia establecida, al desorden establecido que por ignorar, ignora la palabra «sentido».
Diafanía que hemos de transparentar, aunque semejante nitidez no halle cabida en los lenguajes de esta conciencia estrecha, siendo ello la causa de que uno se sienta extranjero en las propias palabras y deba perseguir un idioma ignorado, germen facilitador de la construcción de un modo de vivir más humano. Lo hallaremos, todavía hay esperanza. Se puede cambiar de conciencia, sí se puede. Se puede.
Rafa: me parece un texto con una gran reflexión.
¡Salud!
Un gran abrazo.
Elena Guillerna