Hueco Camino

Pensar, ainda assim, é agir.

So no devaneio absoluto,

onde nada de activo intervén,

onde por fim até a nossa consciencia de nos mesmos se atola num lado

–so aí, nesse mono e húmido nao ser,

a abdicaçáo de acçao completamente se atinge.

Nao querer comprender,

nao analizar…

Ver-se como a natureza;

olhiar para as suas impressoes como para um campo –

a sabedoria é isto”.

Bernardo Soares (Livro do desassossego)

NIEVA

LO EXTRAORDINARIO PRESENTE EN LO ORDINARIO

Despojado de todo lo nombrable, desasido de cualquier instante alguno. Mancillado por las llagas cuyo rostro son, en plural, el sufrimiento, único, de los seres que van apareciendo en el camino.

A veces cansado, muy cansado, uno se para y mira lejos, a penas atisbando más allá de la invernal cascada que el llanto seco deja en el sendero.

La ciudad se siente salvaje, como fiera acorralada intentando no tanto imponer su criterio cuanto no dejarse atravesar por el dolor ajeno. Pero su naturaleza sabe que por el camino por donde se transita, paso a paso, adentrándose con la vana esperanza de ahuyentar la incertidumbre de la duda, no hay remedio que no pueda conciliarse con lo inevitable. El abismo está ahí. No hay que saltar. No hay que huir. Simplemente hay que dar un paso y ser abismo. Despojarse de todo ropaje. Abandonar el nombre incrustado en la piel arrugada. Desasirse de todo recuerdo y abandonar la compañía de la mochila cada vez más hueca. Hueca del tiempo que ya no es tiempo.

Ser, siendo en cada instante, como la cascada escondida, transparente ante la mirada del niño, flujo de vida sobre el precipicio por donde la luz penetra para mostrar las sombras ocultas.

Uno con sus sombras…, pero ¿quién es uno?

Hacer uno de todo Ello,

Cerrar todas las entradas,

Abrirse al abismo interior

Y

Dejar de sentirse uno

Ni tan siquiera Uno.

La arena húmeda de la noche cruje bajo el paso ligero y despierto. Orión protege el rastro que la senda va describiendo. Avanza con rumbo incierto, tímidamente osado, curioso de indagar en las sombras que la luna llena le muestra. Pero el tiempo, imperecedero justiciero, difumina el reflejo del lucero nocturno en la senda oculto tras los cerros.

De aquella alegoría de quietud nació la voz, su voz, llanto de la anunciación, escondida tras la mirada juguetona que danza con la brisa del mar.

Amalurra descendía al mundo de las sombras, del letargo en que se sume con la luna nueva. Mas la voz, aquella voz seguía ahí, recelosa del camino, osada en el destino, con esa mirada perenne de lágrimas caducas y esa límpida caricia de protección al caído.

Tras el amanecer llegó la tormenta. Su furia desgarró las entrañas de la tierra, agitó los sueños ocultos del dormido y convirtió la voz en grito desgarrado, sortilegio del baile chamánico anestesiando los sentidos.

La furia de aquel grito empapó con lágrimas secas la mirada vacía, perdida en la zozobra donde se encuentra la calma. La luz se abrió paso entre el silencio, devolviendo a la palabra su senda vagabunda.

La luna nueva escondía las sombras fugitivas mientras Orión descansaba tras una nube de montañas. El sol se escondía tímido en el invernal horizonte, y Ortz, majestuoso en Oriente, limpiaba aquel llanto con su corona de colores. Finalmente, atravesando las lágrimas coloridas de aquella quietud, la voz oculta rompió el silencio.

Que ajena, que extraña me siento a veces entre tanta algarabía. Sin embargo, es quizás esa lejanía la que me sigue acercando a los miedos, las ilusiones, los apegos y los rechazos. Esa lejanía es la que me devuelve al Ser que soy fuera de mí, al que encuentro sin buscarlo, que aparece cuando caminando solamente camino, que se muestra cuando el gesto brota de dentro. Esa lejanía es quien arraiga el sendero de su vuelo sin alas. A través de la soledad del camino, sendero sin destino, apareció la imagen nítida del dolor, efigie del sufrimiento que intentaba dejar atrás avanzando sin rumbo.

Intenté en vano deshacerme de él, como quien entierra su sombra en la cima nevada de la montaña o en las sombrías profundidades del bosque. Fue inútil. El soplo terrenal me devolvía con mayor crudeza todo aquello que ansiaba abandonar.

Los días perdían su cuenta en el caminar, resignándome al abandono de mi caída. Pero ocurrió que el pastor, aquel sujeto anónimo y enjuto, posó su arrugada mano sobre mi maltrecho hombro. Él, vestigio de una nobleza que se extingue, me enseño que para saber caminar deprisa, primero había que aprender a caminar despacio.

El renacimiento del aprendiz se enraizó en la tierra. Apre (h) ender, hacerse uno con lo vivenciado, dejarlo macerar en inviernos de reposo y finalmente, vomitarlo hasta quedarse plenamente vacío.

Ahora, comprendo que con cada paso de abandono, desprendiéndose hasta del concepto de desprenderse, siempre hay otro paso de agradecimiento a quien lo recibe sin queja alguna.

Ahora, comprendo que el equilibrio está en el morir y renacer constantemente, instante tras instante.

Ahora, comprendo que cuanto más lento es el paso, más vigoroso se enraíza uno en el desarraigo del camino.

Y sin embargo, sobre todo, comprendo que no hay que nada que comprender, nada que alcanzar ni nada que tener,

Aprendiendo sobre la ignorancia del que se observa solo

Aprendiendo a Ser sin dejar de estar en el camino

Aprendiendo que la nueva poesía

reposa escondida tras la palabra

(…)

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