Pensamiento y sufrimiento
«Pienso, luego existo». Con esta emblemática afirmación, adquiere carta de ciudadanía la Filosofía occidental. Pero, ¿qué nos ocurre al cesar nuestra actividad pensante? Ahí es donde comienza el Zen. ¿Quién soy yo cuando no pienso? ¿En qué lugar estoy mientras me
aparto de la actividad pensante? El ejercicio del pensamiento, aún siendo fundamental en todos los órdenes, cuando nos IDENTIFICAMOS CON ÉL, resulta por otra parte ser una de las diversas formas de escaparse de la globalidad, de la totalidad que soy yo mismo, de la Unidad que me une a la Naturaleza. Mientras nos consideremos como entidades separadas, damos la espalda a lo real, y nuestro sufrimiento aumentará por el olvido de nuestra verdadera patria. Y, así, repatriados de la fuente de la vida, pasamos el tiempo consagrados a una idea, o a una proyección falsa de lo que vida es, enfundados en el falso personaje de nuestro pequeño ego. El sufrimiento, la angustia, no tienen su origen en el silencio, ni son las innumerables expresiones del silencio las causantes de nuestros conflictos, sino ese olvido sistemático de lo que es la fuente de toda forma y de toda expresión. El sufrimiento, por tanto, está relacionado con la falsificación de la Vida, que no sabe de dualismos ni fronteras. Y es preciso aquí afirmar que el objetivo del Zen —si es que aquí cabe hablar de objetivos— es la dicha de la serenidad, el gozo de la vida de quien en ella encuentra su sentido. Por eso el vivir verdadero en el fondo es gozo; gozo porque sí, alegría sin objeto. También la dicha que produce la Noticia, ya que «ESPERAR ATENTOS LA NOTICIA» es una de las versiones in extenso de la palabra Za-Zen o Zen Sentado. Efectivamente: Sentarse en el silencio del Za-Zen y esperar sentados la Noticia no es otra cosa que el acto repetitivo como escuela y guía para experimentar lo sagrado que sucede al gran vaciamiento egoico, ya que vaciarse del ego en el Zen se corresponde con llenarse de la Vida. Eso es Zen: la experiencia del Ser. Y aquí es donde resulta ser más válido el término experienciar que el de experimentar, porque abrirse a la experiencia del Ser es el cambio más decisivo que puede darse en la existencia, porque supone tanto un viraje crucial como el comienzo de una transformación. La persona que haya caído en la cuenta de lo que implica ser su verdadero ser, comprenderá que toda la naturaleza, incluida la de su propia mente y de su propio cuerpo, se halla impregnada por el Espíritu que todo lo envuelve y todo lo penetra. Eso es Zen.
Transformarse en cuerpo y alma. Convertirse en verso. Todo ello rompe con el sentido común, con el mundo de los conceptos, para habitar y dejarse habitar por esa realidad que no se ve; es más, que no existe en la existencia. O mejor aún, que jamás ha existido. El poeta —en palabras de María Zambrano— saca de la humillación del no ser a lo que en él gime; saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro…
La verdad no es fruto de una comparación racional entre palabras, pensamientos y objetos, sino que es algo infinitamente más esencial que la simple constatación utilizada por la razón objetiva cuando trabaja sobre diferencias físicas o metafísicas. Tan sólo cuando uno trasciende eso que llamamos mente científica: las imágenes, las ideas, y el pensamiento… y es, a su vez, capaz de acallar el ruido de los conceptos, es cuando podrá el ser humano ver irrumpir en sí mismo ese estado —estado natural— en que se constata de manera directa la verdad que emana del silencio. La Verdad, así, con mayúscula; la Verdad no como fruto de una reflexión o comparación, sino como manifestación, como revelación.
La meditación Zen, que es atención pura, alerta pura, ella misma es manifestación. A eso llamamos despertar.
Rafael Redondo