Hoy es jueves, 26 de marzo de 2020. Se acaba de confirmar la prolongación del confinamiento por otros 15 días.
Vivimos en un pueblito alavés, en la montaña, con poquita incidencia del virus pero cerca de un foco potente: Vitoria. Estamos bastante tranquilos, pero alerta. Viviendas de poca densidad hacen que sea fácil la convivencia. Habitualmente hay poco movimiento de personas y ahora menos, con lo que no hay sensación de peligro.
Mis caseros, una pareja de jubilados, viven en el piso de abajo. Él ha tenido problemas serios de salud y recientemente hospitalizado durante 2 meses. Le mandaron a casa a causa de la extensión del virus, justo antes de que se escapara de todo control, aunque en otras circunstancias hubiese seguido ingresado.
Mi vecino, originario de otro país, tuvo que irse precipitadamente, antes del inicio de la enfermedad en España, a acompañar a su padre en el final de su vida (por causas diferentes del covid19). Su vivienda quedó vacía.
Soy un vecino mas y siento la responsabilidad de mantener el confinamiento y las medidas de higiene necesarias para tumbar la curva y ya mas concretamente para no contagiar a mi casero, que está en el perfil de mayor riesgo.
Soy panadero y siento la responsabilidad de permanecer sano para continuar, junto con mis compañeras, haciendo el pan del pueblo.
Soy padre y siento la responsabilidad de permanecer sano para cuidar de mis hijos, de 2 y 6 años, y de mi pareja, que está trabajando desde casa.
Soy hijo. Mi madre, de 72 años, está sola en casa y está bien, y asistida en lo que necesita, pero no por mi que vivo lejos de ella. Siento la responsabilidad de hacer lo posible para que se sienta acompañada en ese aislamiento. Me aterra pensar que hay mas posibilidades que las habituales de que no pueda volver a abrazarla. Lo único que quiero es que, cuando todo esto acabe, cada familia se junte de nuevo a darse todos esos abrazos que ahora no pueden, aunque ese día comamos pan duro.
Pasan los días y cada vez se hace mas pesada la situación. Muchas personas en mi entorno seguro que necesitan mas apoyo, pero yo me veo justito ya para expandirme un poco mas y eso me hace sentir culpable, sobre todo cuando caigo en la cuenta de la realidad de algunas de ellas que son mas duras que las mías. Y esto sólo teniendo en cuenta los que están cerca de mi. Cuántas familias desestructuradas, cuantas personas mal avenidas confinadas en el mismo espacio, cuantas personas solas en el mundo, cuantas personas sin hogar, cuantos ancianos solos en estos momentos de tanto miedo. Cuantas sin un mínimo apoyo…
Ayer por la noche, oí cómo la puerta de mi vecino se abría, cosa que me extrañó. Unos minutos después me dio por pensar que tal vez algún amigo suyo o familiar o… había decidido venir a pasar aquí lo que queda de cuarentena y ahí la cosa ya cambió para mi. De estar relativamente tranquilo a una alerta total.
Comenzaron los juicios: «Pero esta gente de que va, qué egoístas, no se dan cuenta de que nos ponen a todos en peligro sobre todo a este hombre, que acaba de salir del hospital. Qué irresponsables, que se queden en su casa…» Me puse muy nervioso y me fui a la cama con el asunto girando en mi cabeza.
En ese momento, por la práctica de estos años, la respiración se convirtió en un ancla, en una referencia para tomar distancia y atestiguar cómo los pensamientos corrían de un lado a otro, dando voces, llamando a la ansiedad, a la angustia, al miedo. Y ahí, mirando a mi miedo, dejándole hablar, caí en la cuenta de ese mismo miedo de quienes se habían saltado la cuarentena para ponerse en un sitio que creen mas seguro. Vi su miedo en mis ojos. Todo encajó, y tomé la decisión de al día siguiente hablar con ellos para asegurarme de que entendían cómo estaba la situación y así extremar las precauciones. Me dormí.
Ya por la mañana, me sentía tenso. Antes de llamar a su puerta, limpié la zona común con cuidado y cuando me sentí mas seguro, llamé. Me recibió mi vecino, y lo primero que me dijo es que no salía porque había llegado de su país, pasando por varios aeropuertos y que se quedaría sin salir para nada los próximos 15 días. Le di el pésame por su padre y conversé con el un rato, ofreciéndome para ayudarle en lo que necesitase.
Mas tarde, reflexionando, me reía de mi mismo por ese momento de pensamientos atolondrados, prejuicios infundados, y miedo desbocado. Y a la vez que me reía, caía en la cuenta de lo peligroso de todo esto.
Este virus -se dice mucho estos días- está sacando lo mejor y lo peor de nosotros. Hay personas arriesgando sus vidas por cuidar a otros y también personas que apedrean un autobús en el que viajan personas mayores enfermas de coronavirus a las que trasladan para atenderles en mejores condiciones. Algunas cantan para las demás y algunas denuncian o insultan al que no puede aguantar mas en casa porque si se para le alcanza todo y es incapaz de soportarlo. Y tal vez la misma persona haga las dos cosas. En el inicio de la pandemia hemos dudado si tomar medidas severas desde un principio y ahora, con la que está cayendo, todavía dudamos si tomar medidas aún mas severas porque la economía puede resultar muy tocada, pero eso si, todos esforzándonos al máximo.
La luz y la sombra. Muchas personas ven en ello, claramente, que la luz triunfará, que esta es la oportunidad que se nos brinda para dar un volantazo a tiempo y dar por finalizado este sinsentido neoliberal, y volver a tejer esa conexión entre personas. Tal vez sea así, no lo sé, pero sí estoy seguro de algo: no va a ser un paseo por un camino limpio y desbrozado, bajo un sol primaveral que se filtra a través de las hojas de unos árboles en los que miríadas de pájaros cantan a la vida, mientras caminamos cogidos de la mano. Será un camino enfangado, empinado, oscuro, y frío. Y los pájaros cantarán, sí, mientras nos perdemos una y otra vez en ese bosque, a ratos amable y a ratos terrible. Y nos daremos la mano y también la guardaremos. Como en estos momentos. A veces atentos, a veces distraídos.
Tal vez en la medida en que seamos capaces de convivir con el miedo de tal forma que se exprese pero que no domine nuestra respuesta, si no que sea un mero consejero, seremos capaces de construir ese paraíso en la tierra. Valor, confianza, paciencia.
Alberto Prieto Sánchez