Juan de la Cruz, y en ello se parece a Miguel Hernández, es una de esas raras aves entre los escritores, cuyas manos han conocido los callos de la azada antes que los de la pluma. En su juventud fue, además de carpintero, sastre grabador y pintor.
«No cualquiera que sabe desbastar el madero, sabe entallar la imagen, ni cualquiera que sabe entallar, sabe perfilarla y pulirla, ni cualquiera que sabe pintarla sabrá poner la última mano y perfección». Así es su poesía.
Poesía hecha de cielo y tierra, que atraviesa aquel abismo de grajeras, del que, ahogada en los arbustos de un salvaje vacío, aún resiste al tiempo la pequeña ermita, donde Juan, siendo un erudito, dejó de serlo para plenificar el mismo vacío, en un canto que va más allá del amor y de la muerte, más allá del poder de las instituciones eclesiásticas que le encarcelaron, más allá de la tortura y la cárcel, más allá de la Inquisición.
En el paisaje de la Fuencisla clama el silencio; clamor de muerte y clamor de vida, allí se hizo posible acallar el pensamiento para, inspirado en Juan de la Cruz, poder abrazar el misterio que quise hacer latir en un soneto.
Vacía de su nombre lo nombrado
y déjalo sin voz, que quede mudo,
sin palabras; sin más arma y escudo que el cuenco de este verso vaciado.
El poema, se apoya en lo in-nombrado, su fuente es el silencio.
Yo no dudo: el poeta, en su ser, bebe desnudo del propio manantial que aún no ha encontrado.
Tan sólo cuando él mismo, se hace verso, su palabra, ya rota, hecha ceniza, desvela, vaciada, su secreto
bajo el ritmo del Ser, que se desliza
en la danza que baila el Universo,
sonando en el sonido del soneto.
Mientras, desde una grieta escondida repaso el boceto de esta columna, oigo el rumor de la «fonte que mana y corre», cuyo corazón de agua, de piedra y de luz, me afano yo en hallar.
Y la veo. Aunque es de noche.
Rafael Redondo