Este fin de semana ha sido especial para mí, como todos los retiros en los que medito varias horas de continuo, y los «descubrimientos» se suceden.
Normalmente, lo que solemos compartir tras el retiro es la sensación de amor que se despierta entre compañeros de camino. Ese amor que surge de ver en el otro tu propia inocencia, tu vulnerabilidad, esa valentía del que mira allá mismo dónde más escuece, la valentía del niño que se lanza por el tobogán sin medir las consecuencias. Al ver en el otro, en la otra, tu niña/o interior, te conmueves por ti mismo. De verte en ella/el reflejado. De reconocer esa firme determinación en seguir adelante, desde el sufrimiento más profundo, la duda más desgarradora, desde el querer y no poder entender, desde el desamparo de verte solo ante tu dolor. Y cuando reconoces la valentía en ese otro, ese niño, esa niña, esa valentía de los pequeños locos que en su inocencia y su irresponsabilidad solo escuchan la llamada del dejarse ir en algo que les trasciende, que no miden las consecuencias, que se lanzan al vacío sin red, sin paracaídas, que aceptan mirar el dolor sin saber si eso va a acabar con su cordura…, entonces te reconoces en ellos, en ellas, y brota esa ternura hacia ti mismo/a en ellos, que te impulsa a fundirte en un abrazo, con el cuerpo allí, con la palabra acá. A fundirte, sí, por que el impulso brota del saberse Uno, aunque la mente no pueda ahora digerir tal cosa.
Pero ese abrazo que surge, ese reconocimiento de ti en el otro que saca el amor de tus entrañas, no viene de la alegría que unos tienen y a otros se les niega. O al menos así lo vivo yo, y sólo puedo escribir lo que vivo en primera persona.
En mi caso, ese amor y esa alegría surgen cuando miro más allá de la sombra, cuando con esa mirada perforo un pequeño agujero, cuando miro hasta quemarme los ojos aquello que me arde por dentro. Cuando me sumerjo sin póliza contraincendios en lo que más me duele. En la duda que convierte mi ser en un desierto sin referencias de hacia dónde ir. En el estúpido sufrir hasta las células sin entender por qué. En el dolor que reconozco como habitual y en ese otro dolor aterrador, el auténtico pánico que siento cuando miro ese primer dolor y veo que desde sus entrañas surge el hocico de una rata pestilente, malvada y burlona, que siempre ha estado ahí devorando mis entrañas. Que me enfrenta a lo más oscuro, lo más reprimido, lo que más me aterra de mí mismo. Que se burla y me echa en cara que no valgo, que no soy ni nunca podré ser ese ideal que mi ego quiere seguir. Esa persona honesta, responsable, impecable, sabia, profundamente buena, a la vez que simpática, empática, pero sin perder la dignidad, el saber estar, el «estar en su sitio». Esa persona ideal que he fabricado y que mi ego busca ser, desesperándose ante la primera reacción «negativa», ante el enfado, la ira, la envidia, la pereza, el deseo, la lujuria, la falta de respeto, el no saber tener siempre la respuesta supuestamente adecuada a cada situación…., todo eso que en mí me da pavor reconocer, y que es tan parte de mí como la luz.
Y cuando miro los ojos malvados y burlones de la rata que surge de mis vísceras, sus afilados colmillos infecciosos, su fétido aliento, y decido por fin no desviar la mirada, algo cambia. Para poder hacer esto, solo tengo un recurso fiable, y es mi cuerpo. Porque no es posible para mí afrontar esa mirada desde la mente, que se revuelve y escapa ante el tornado de pensamientos e imágenes que esa visión despierta. Pero si todo ese caos que me asalta lo miro en el cuerpo, el miedo más aterrador pasa a ser una sensación de carne de gallina en la piel, un sudor frío en la espalda, una sensación de debilidad en las piernas. Y la angustia pasa a ser un nudo en la boca del estómago. Y la ansiedad, un apretar de mandíbulas… Y si mantengo la atención en las sensaciones mientras llevo los pensamientos que éstas generan, al hara en el Zazen, a los pies en el Kin-hin, y solo pongo mi atención en el cuerpo, poco a poco, eso que me dominaba comienza a ser un objeto manejable. Algo alojado en mi cuerpo que puedo mirar desde el testigo, no muy distinto de un picor en la nariz o una molestia por la postura.
Y aunque todo lo anterior se supone que no es sino mirar algo irreal, una fabricación del yo separado, un yo que se arroga la capacidad de mirar, de sentir, de pensar sobre lo sentido, eso a mí me ayuda para diferenciar entre el dolor y el sufrimiento. Porque el dolor no puedo evitarlo, tiene profundas raíces que no sé si algún día conoceré. Pero el sufrimiento, que es el resistirme a ese dolor, el no querer mirarlo ni sentirlo…, ese sí que puedo ir disolviéndolo respiración a respiración, mirando en mi cuerpo a los ojos de la rata y respirando su aliento, hasta descubrir en el fondo de sus ojos la mirada de ese niño aterrado que soy, que se fustiga a sí mismo sin saberlo. Y cuando la rata se ve sorprendida, su mirada ruin y mezquina se torna en mirada de sorpresa, casi de disculpa (perdona, no he podido evitarlo, es que yo soy así…, parecen decir sus ojos). Entonces se relaja y se echa a dormir.
Y cuando me abandono al dejarme respirar y al mirar, incluso el mirar esa rata que surge en forma de duda y miedo, a veces (y solo a veces) es como si se abriera un canal en la tierra que me entra desde su centro en cada inspiración, que se me lleva las entrañas hacia abajo en cada espiración, llega un momento en que no sé si estoy inspirando o espirando, y surge la alegría sin objeto…, y esto dura lo que dura, a veces tres días, a veces una fracción de segundo, porque no tarda mucho en aparecer el ego y pensar «esto debe ser un satori!». Y claro, ahí se acabó lo que se daba. Por que no puede haber un «yo» que pueda alcanzar una cosa llamada «Satori». Pero esa es otra historia, en realidad, LA historia. La que aun no puedo narrar.
Pablo