Todo buscador inicia su camino espoleado por la añoranza de su verdadero origen, el sufrimiento de sentirse repatriado en las sórdidas estepas de ese insoportable exilio llamado sentido común. El adolescente, incluso el ya adulto, sigue añorando aquel espacio de intimidad sagrado de su mágica niñez que invadieron los adultos, con sus creencias, sus escuelas y sus dogmas. Hablo de un espacio de inocencia, no de inmadurez. Algo, si, ALGO experimentó aquella niña, hoy de 38 años, cuando le repatriaron, y no sin mentirle, de su íntimo y fulgente rincón. Y hoy vive su nostalgia del Ser como Pieter Van der Meer en sus escritos, y como Juan de la Cruz en aquel poema que me impactó en su cueva segoviana:
Condúceme a la interior bodega
Donde la vida en Dios es transformada
Donde la fe se aviva y recrea,
Donde la muerte es vida renovada
Alumbrados, quizá deslumbrados por las sombras del límite, ahí, aquí, ahora, está el sonar ilimitado, y el comienzo y la cuna, de una gran nostalgia de otras lejanas fecundidades. Más allá de las trampas que hemos inventado debajo de las formas que no arañan los cielos…
El tiempo, recorre los vocablos, persiguiendo, quizá, otros clamores distintos a los ladridos de la noche; otros verbos sin voz, otras voces sin tiempo, otros espacios sin costuras. La estepa sin testigos, abierta a un final sin final, a una aurora sin comienzos. Esa es la promesa de la luz. Luz que no recobraremos sin sufrir.
Las palabras verdaderas, a su vez, persiguen un espacio que nunca tuvo espacio, y un tiempo que está fuera del tiempo. Esa es la promesa que anida en nuestro corazón.
Un día cercano (no lo busques, vendrá solo) te sobrará la fe, estará de más la esperanza. Sólo será el amor.