El ser humano se engrandece cuando se eleva por encima de sus obras para no desear otra cosa que otear el Ser, desearlo, vivirlo las 24 horas, siendo así cuando accede al camino de su verdadera patria. Sin embargo, esto es fácil -demasiado fácil- de enunciar, ya que estamos hablando de tener el valor de desapegarse de la obra de toda una vida, la que con dedicación y mimo quizá durante muchos años llevamos a cabo. Estamos hablando de un renunciamiento liberador que suele estar muy por encima de nuestras fuerzas, el que pone a prueba la solidez y fortaleza requeridas para alcanzar la plenitud de nuestra talla humana.
La historia de los movimientos llamados “espirituales” es abundante en obras, instituciones, organizaciones y fundaciones que pretenden encauzar entre sus formas a lo Sin Forma. Efectivamente, para seguir la llamada interior, solemos “religarnos” en religiones, enrocarnos en congregaciones, afiliarnos a escuelas, conformarnos en formas piramidales…. Y lo hacemos no sin la sinceridad y el entusiasmo creador que tales proyectos en su día requerían de nosotros.
Pero -llegó la adversativa- consolidar una institución espiritual supone el peligro de quedar por siempre marcado con un precinto que dé cuenta de nuestra “denominación de origen”, de nuestro marchamo, de nuestra referencia, de nuestra escuela de Yoga, de nuestra congregación, o de nuestra línea Zen.
Es entonces cuando el servidor del Ser atraviesa su mayor peligro, pues su obra está, casi siempre, hecha a la medida de un apego personal o colectivo que tiene que ver con eso que el lúcido Chögyam Trungpa bautiza como “materialismo espiritual”, una suerte de aferramiento narcisista a algo externo, que siendo para mí el centro del mundo, me pone en situación de minoría de edad, de dependencia hacia una determinada persona u organización; una disponibilidad total que, paradójicamente, me hace radicalmente indisponible para el mundo.
Será preciso, pues, romper con cuidado, y, a veces, no sin tensión, esa ciudadela artificial para que en ella entre por fin el sol; desmontar los adoquines de esa muralla frecuentemente maquillada de vanidad; destruir el falso yo de ladrillos comunales dejándonos solamente germinar por la Semilla Interior que pugna por crecer y manifestarse libre de torreones, por muy seguros -y sagrados- que se nos muestren. Dejarnos gestar en cada gesto, dejarnos dar a luz. Y así, cobijados tan solo por la desnudez, a la intemperie del sol de la vida y de la muerte; solo así: despojados de toda referencia y obra asfixiantes, nos haremos obra de Dios; obra sin forma por la que el Ser quiere decirse, manifestarse en la Epifanía que late en el interior del cuerpo y de la mente de cada mujer y cada hombre.