Todo ser humano, si se detiene a mirar su propio fondo, reconocerá la Realidad que le alberga. Una suerte de diafanidad, de claridad, de transparencia a la que sólo tiene acceso quien, no sin dolor, se ha des-ubicado de sí mismo. Hablo de un liberador desalojo previo como condición necesaria para que el “buscador” se haga transparente al Todo que le habita.
En el camino del Zen es frecuente acompañarse de trashumantes, itinerantes, caminantes… buscadores. Todos de algún modo lo somos, sin embargo he descubierto en muchos de ellos y ellas una común característica: la apertura ilimitada del desposeído, que basa en su desnudez el poder de percibir y penetrar la Profundidad del Espíritu que le interpela, que cada instante le insta y le remueve hasta hacerse transparente. El amoroso apremio de un dios tsunami (lo sin nombre) ahuecándose en ternura. Tengo la certeza de que la experiencia del Ser es fundamentalmente una experiencia unificante y fundamentalmente amorosa.
Hacerse obertura, apertura, desnudez. Des-centrarse. Ser receptáculo vacío para que, sin límites, lo ilimitado pueda manifestarse hacia el mundo. Y desde esa hondura del ser humano Disponible, Nadie, huérfano de narcisismo.
Transformarse en hendidura por donde se filtra ese torrente de luz incontenible por escuelas, normas, rituales y leyes que intentan limitar el amoroso desbordamiento de lo ilimitado, que no sabe de fronteras.
Nuestro lugar es la altura y la bajura, la cúspide y la base; ser hermano de pies a cabeza, sin que nadie quede excluido –ni los excluyentes- de esa fraternidad que interpela el alma en cada instante.
Vaciarse es capacitarse, hacerse disponible para acceder a la catarata que brota de la incontenible torrentera. Una disposición previa, y muy urgente para poder orientar y ayudar a orientarse a un mundo desorientado.
Bilbao, en Jueves Santo de 2013