Ya el nacer es un dolor, cantaba la voz, hecha grito, de Raimon, en aquel año de gracia de 1968. Pero un dolor que se celebra porque inicia una partida. Marca la Vida, siendo Presencia hacia el sentido de existir. Partir -que proviene de parto- es un alejamiento del útero materno, un viaje-viraje del placer de la placenta hacia la madurez que busca renacer en cada instante, que inaugura el manifestarse en la conciencia-carne-materia, donde el alma se fragua en forma y gesto. Alcanzar a ser el propio gesto -dejarse gestar- ser la propia gestación, sin imitar a ningún ser ajeno a mí, por muy sagrada y ejemplar que haya sido su huella.
Buscamos nacer desde la Ausencia; renacer en la creación de un poema, florecer desde la obra de arte que, como artista de la Vida, peregrina hacia el lienzo vacío y su blancura; hacia la vacuidad sin lienzo.
“… Es así como puede comprenderse el secreto de algunos ancianos, que en un sentido superior se mantienen jóvenes. Conservan su juventud porque cuando les llega la hora están dispuestos, sin crispación, a soltar y dejar lo que hasta entonces les ligaba a la existencia terrenal. Sin estar apegados ya a nada, se hacen transparentes a esta experiencia interior de la Gran Vida que así nos habla. Más allá del tiempo presente gozan ya del futuro, y las fuerzas de promesa les animan. La mirada elegíaca vuelta al pasado, la actitud sentimental del “te acuerdas de…” desaparecen, y con ello el secreto temblor ante la muerte ya cercana. Por el contrario, en sus ojos brilla una misteriosa luz que es la juventud de los eternos comienzos y que manifiesta el principio divino que, indiferente tanto al pasado como al futuro, regenera la vida constantemente…”
Karl Graf. Dürckheim
Caminar desde el útero al no-ser, de la Ausencia a la Presencia que se acontece y revela en cada instante. Más allá del ser niño y ser anciano; más allá del más allá. Caer en la cuenta de esa coincidencia de los opuestos, y, sobre todo, vivirla, es despertar más allá de la vida y de la muerte. Así lo intuí en este soneto:
El satori del anciano
Frágil e indestructible, su mirada
da la espalda al pasado. Honda quietud
más allá de las horas: la virtud
del que aprendió a ser Nadie siendo Nada,
del viejo que aceptó, fulgente e inalterada,
la brasa en que se extingue. Beatitud
alada, no aferrada a juventud,
ni a poder, ni a riqueza; a nada, a nada.
Ni al “te acuerdas de…” eterno comienzo;
sin edad, sin nostalgias, ni añoranza;
sin otro espejo que el vacío lienzo,
donde el viejo en su Origen se afianza,
diciendo para sí: no me avergüenzo
de ver, desnudo, al Dios de mi esperanza.