Rafa me invita a poner palabras a mi experiencia. ¿Experiencia de qué?, le pregunto. Sabía que me ibas a preguntar eso, responde. Tu experiencia del Zen, de la Sangha, del último retiro,… Y aquí estoy meditando qué decir y esclava de mi “Pepito Grillo particular” que exige que sea algo sesudo y profundo.
Contar algo, ¿pero qué?, ¿sin “una experiencia” propia? Rebusco y sólo encuentro un minúsculo anhelo acorralado por ideas que se amontonan en mi mente. Tengo ideas para casi todo. Por ejemplo, me pregunto a menudo “¿y esto del zen es “real” o una “jamada de tarro” sin más?” y automáticamente me respondo “la duda es útil durante un tiempo. Todos tenemos que pasar por el jardín de Getsemaní. Si Cristo dudó, nosotros también debemos… Pero hay que progresar. El hecho de escoger la duda como filosofía de vida es como elegir la inmovilidad como forma de transporte”, lo aprendí de Yann Martel en su libro “Vida de Pi”; o ¿llegaré a vivir “la experiencia”? y enseguida resuena “shikantaza”, sin objeto ni fin, sin buscar el satori, abandonarse al proceso de la respiración… Lo dicho, ¡tengo muchas ideas! Y en medio de todas, caminando “como un soldado en territorio enemigo”, mi anhelo.
Mi anhelo necesita préstamos para expresarse: “treinta radios convergen en el buje de una rueda, y es ese espacio vacío lo que permite al carro cumplir su función”. Busco el vacío, un vacío fecundo. Charles de Foucauld decía que cada cual toma de Jesús lo que más necesita, él tomó el fracaso porque “estaba lleno de yo”. Yo estoy llena de mí, de ideas, de deseos, de objetivos, de confusión, de dudas…
Así llego al Zen. En el Zen no hay nada que comprender, nada que entender, no se aprende en un libro, sólo se vive. Vivir el Zen me libera, me vacía, me aligera, y paradójicamente me enraíza. Fuera del zendo permanezco “atenta en mi cotidianeidad”, por ejemplo, “dejándome” conmover con el sufrimiento, aunque en la mayoría de las ocasiones no me mueve el amor sino el miedo a padecer la misma situación o la pena. Me queda camino. Vislumbro que la compasión se entrelaza con el amor incondicional, con “la alucinación” de sentir, de ver en todos los seres y en el universo entero “el rostro del amado”. De esto algo sé.
Rafa nos recuerda “el Zen que no abraza no es Zen”, y ahí está la Sangha de IparHaizea, y la familia, y las amistades, y las “enemistades” también, y de nuevo el universo entero, para abrazarlo. Sin Sangha no hay enraizamiento posible, sin tierra donde arraigarse, los árboles no llegan a ensanchar su tronco. La sangha me acompaña, me sostiene, me nutre. En la sangha atisbo el tintinear del SER compartido, el hogar rebosante del mismo amor que iluminó a aquel pródigo.
Dejo ya esta reflexión prendida en un Kinhin lento, las ideas continúan su acoso, doy gracias por la Sangha mientras la memoria me susurra un jaiku de Ryookan que alimenta a mi “Pepito Grillo”,… pero es tan hermoso…
Para hacer fuego
me está trayendo el viento
las hojas secas.
Un abrazo, Matxalen.