De muy niño, contemplaba en él una inocente paz sin horizontes, donde ya –creo que tendría yo poco más de tres años- indagaba el porqué de la existencia peregrina hacia el Misterio. Y en la cercana compañía de aquel bondadoso anciano, y en aquellos ingenuos parpadeos de mi tierna niñez, pude atisbar un ancho mar de paz que no era de este mundo; un lugar sin lugar, espacio sin anchuras, infinitamente más amplio que el de las fronteras de aquella sencilla buhardilla escondida en los tejados del Casco Viejo de Bilbao.
Mientras, el día, en su serena calma vespertina, filtraba su postrera luz por los dinteles de la puerta de aquella inolvidable habitación donde cabía el Universo gratuito…
Los tejados aguardan, silenciosos,
el peinado rojizo de la tarde,
mas la noche ya asoma, y el sol arde
todavía en rescoldos vaporosos.
Inaudible salmodia entre manojos
de cuentas de rosario. No arde tarde
el dios de los silencios; no arde tarde
en los ancianos ojos -qué hondos ojos-
de cansino mirar en fuego y lumbre.
Pasos que se deslizan mansamente
por las cuentas de un hombre hacia su ocaso.
Sorda quietud, silente mansedumbre
en muda letanía incandescente
donde Dios le acompaña, paso a paso.
Un fuego sin edad, ajeno a la aspereza de los cambios y los lustros, se encaramó por siempre mi memoria; más allá y más acá de donde alcanzan recuerdos y apariencias; más allá de donde alcanzaba mi corta estatura: un despertar temprano a la bondad, distante del pasado, muy ajeno al futuro. El fuego de una antorcha sin edad, que alentó, y aun me alienta, fuera del tiempo y la memoria.
Tú nunca ardes tarde…
Creo que era un atardecer de los finales de septiembre…