Amar es un riesgo, pero solo cuando se pretende atrapar el Amor.
Yo quiero a mi “Mami”, y mi “Mami” me quiere a mi. Pero si “Mami” me riñe, se rompe el idilio. ¿Qué ocurre?. ¿Ya no quiero a “Mami”?. ¿Por qué?. ¿Porque ella ya no me quiere?… ¡No!, ¡No puede ser!. Demasiado duro para mi tierno cerebro…, mi “Mami” lo es TODO para mí, no puedo “divorciarme” de ella, me da de comer, me cura las heridas, me abraza, me mima…, me hace sentirme protegido, acompañado, seguro… Definitivamente, esta rabia que sufro por haber sido reñido, por haber perdido por un momento ese amor que es mío y solo mío, que me corresponde porque sí, no puedo achacárselo a “Mami”, sería demasiado duro, mi pequeño organismo no podría digerirlo, ya que pone en riesgo todo lo anterior, pone en riesgo mi propia existencia. Sería la muerte de mi pequeña identidad. Y mi más potente instinto de supervivencia, mi más primario miedo a la muerte, entra en escena.
Entonces…, veamos…, ¿Qué hago con esta rabia que siento en mi cuerpo, con estos dientes apretados para no expulsar el grito y el llanto que me brotan de tan adentro, pero que ya no me permito reconocer porque ponen en riesgo mi propia supervivencia?. Antes era más fácil, lloraba y gritaba sin más, pero ahora…, ahora no puedo asumirlo, debo apartarlo de mí, no es posible que “eso” forme parte de mí, así que…, mejor lo “tapo”, lo olvido, dejo de prestarle atención…, a otra cosa, mariposa!.
Sin embargo, esa sensación sigue en el cuerpo, y en lugar de digerirla conscientemente, cosa que no estoy en disposición de hacer por mi juventud, la voy maldigeriendo de manera inconsciente. Y la única forma que una mente aun en formación tiene de exorcizar esa rabia, es negar la mayor, negar la posibilidad de que esa rabia sea mía. Entonces aparece el fenómeno matriz de la dualidad: la proyección. Esa rabia no puede ser mía, pero ahí está, la siento claramente en el cuerpo, luego…, ¿de quién es?… ¡Ah!, si no es mía, debe ser de “los otros”. ¡Claro!, ese enfado no es mío, lo que percibo es el enfado de los demás hacia mí, ¡el mundo está enfadado conmigo!. Y a la vez, eso me hace sentirme mal, porque quiero ese amor no solo de “Mami”, sino de todos los demás. Y siento que me alejo de la unidad con ellos, y voy sintiéndome solo, incomprendido, aislado…
Mientras tanto, la sensación física se va haciendo más soterrada, va cambiando de forma, y el recuerdo inconsciente de la experiencia se va hundiendo en las profundidades de mi mente… la rabia original, la reacción al miedo a separarme de la unidad, del propio miedo a la muerte, comienza a disfrazarse de tristeza, de soledad, de melancolía, de…
Por otro lado, he aprendido que hay cosas que están bien, y cosas que están mal. Y si hago algo, y me entero (porque me riñen) de que es una de esas cosas que “están mal”, ya no hay solo rabia porque por un momento me retiran el amor que me corresponde, también hay otra cosa…, sí…, es una sensación distinta, ahí en el estómago…, como cuando me quedo frío y me duele la barriga…, sí…, es la culpabilidad. Porque lo que he hecho, “está mal”. Y por eso, mi “Mami” se ha enfadado y me ha reñido. Y si el resto del mundo parece enfadado conmigo, es porque no hago “lo que está bien” y hago “lo que está mal” (no importa que yo no tuviera forma de saberlo de antemano, la cuestión es que lo he hecho y eso ha tenido consecuencias…), y eso debe ser porque soy malo (si lo he hecho a sabiendas, pero sin poder reprimirme), tonto (si lo he hecho sin saber que era de esas cosas que “están mal”), porque no valgo lo suficiente (si era lo único que podía hacer en ese momento), etc. Y esa emoción “primaria”, por ejemplo, mi rabia original hacia mi madre, que me enfrenta con el miedo a la muerte, va transformándose en una espiral de emociones secundarias que van dando sentido “racional” a “eso” que me pasa en el cuerpo, aunque en realidad cada vez tengan menos qué ver con lo que realmente sucedió. Y según pasen los años y mi capacidad racional aumente, cuánto más cosas sepa sobre “lo que está bien” y “lo que está mal”, más y más capas de razonamientos sobre lo que me pasa en el cuerpo se irán acumulando. La forma de vivir cada experiencia de rabia, de miedo, de desilusión, de soledad, de inseguridad, será nuevamente interpretada, produciéndose una batalla campal (especialmente intensa en la pubertad) entre mi natural inclinación a la unidad, y la necesidad de crear un escenario de separación, para poder usar a “los otros” como espejos en los que proyectar mis estados interiores, aquellos que tanto duele reconocer como propios. Seré entonces un adulto experto en juzgar a los demás por su cobardía, su ira, su estupidez, su ridiculez, etc. Y podré hacerlo muy bien, porque conoceré perfectamente “cómo deben sentirse” por dentro para ser así. Lo sabré perfectamente porque, aunque en realidad no tengo ni idea de qué sienten sus cuerpos, sé de manera subconsciente lo que siente el mío, y mi mente racional persiste en huir de mi realidad interior, a través de esa proyección en los demás.
Pero el cuerpo es real, por mucho que mi mente quiera dibujar un escenario virtual de amigos y enemigos, de lo que quiero en la vida y lo que no quiero. La mente, en esencia, sabe que el cuerpo me dice que en mi interior hay inseguridad, angustia, rabia, soledad…, y por eso crea un ideal al que tender. Si hay inseguridad, yo quiero ser alguien con gran determinación, o al menos que lo parezca. Si hay cobardía, mi ideal será valiente. Si hay apatía, será dinámico y resolutivo. Si hay estupidez, será inteligente, agudo, irónico si fuera necesario. Etc. Y como quiero llegar a ese ideal y, sobre todo, mostrárselo a los demás, crearé un personaje que se esfuerce en llegar a él y, mientras tanto, que lo aparente. Y esa será la “máscara” con la que me presentaré ante “los otros”, para que no se descubra lo que mi cuerpo y mi inconsciente saben que hay ahí adentro.
Y así podré vivir toda mi vida, como la mayoría de la gente, salvo que ese dolor interior sea más fuerte de lo habitual, convirtiéndose en una patología que me impida llevar una vida “normal”, o que mi impulso original de Unidad, por mucho que haya sido soterrado a lo largo de los años, sea más fuerte que mi instinto racional de alejarme mentalmente de esa realidad interior que tanto duele. Tanto que en algún momento de mi existencia me dé cuenta de que una u otra cosa (o las dos) están ocurriendo, y eso suponga un “despertar”, un darse cuenta de que el juego del personaje NO puede ser lo único en lo que consiste la vida, que tiene que haber algo más. Que el “mundo chato”, como lo describe Ken Wilber, no me sirve. Aunque a la gran mayoría les baste para “ir tirando”. Sentiré que soy distinto, no por ser mejor, ni porque esa capacidad de darse cuenta no esté en todas y cada una de las personas, sino porque aquí y ahora, yo caigo en la cuenta, y los demás en su gran mayoría, no lo han hecho aun, y muchos nunca lo harán. Y eso me convierte en “raro”, pero mi impulso de crecimiento, de transformación, es mayor que el miedo que esto me da.
Y si lo que sucede es una patología, porque me impide hacer las tareas habituales de un ser humano dentro de su entorno social, o si se trata de una interna convicción de que hay algo “más allá” de lo socialmente establecido, me encontraré con dos grandes vías de superación personal, la psicoterapia y la meditación.
Y a través de una u otra, y en mi opinión, preferiblemente con las dos, quizás pueda ir sabiendo algo más de mi personaje y sus sufrimientos, de las ilusiones y el afanarse en huir de ellos en pos de un “futuro mejor”. Y quizás pueda ir, a través del cuerpo, reconociendo lo que ocurre en mi universo interior. Observando cómo se manifiestan esas emociones “secundarias”, las que están más a flor de piel y, con el tiempo, dándome cuenta de cual es esa emoción primaria que fue su origen. Inevitablemente, deberé llegar a esa emoción inicial, ya que si me quedo “enredando” en las secundarias, sabré mucho sobre ellas, pero no se resolverán. Y lo que es peor, no llegaré a descubrir que bajo todo mi sufrimiento, hay un niño pequeño, herido por haberse sentido desconectado del Amor que llenaba su vida, que no era entonces consciente de que ese Amor no era algo que los demás le daban, sino que era la vivencia misma de unidad, antes de que “los otros”aparecieran” como algo separado en los que poder proyectar las sensaciones internas poco placenteras.
Y quizás cuando descubra esto, podré darme cuenta de que no hay ningún riesgo en amar. Porque ese Amor no depende de que “otros” me lo quieran dar, ni de que por lo tanto lleve implícito un germen de temor a perderlo, a que me lo quiten. No depende de toda esa estructura mental de emociones primarias y secundarias, de esa multiplicidad del ego. Porque ese Amor es la consecuencia y el origen mismo de la vida, la energía que la mueve, la forma que el cuerpo tiene de vivir la comprensión profunda e intuitiva de que más allá de toda separación mental, más allá de toda dualidad, el Espíritu que nos anima, a cada uno de nosotros, a cada brizna de hierba, a cada guijarro y cada galaxia, no entiende de riesgos, ni de “lo que está bien” ni “está mal”, ni puede darse o quitarse. Ni tiene sentido. Ni falta que le hace.
Lecturas recomendadas:
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“Ser. Curso de psicología de la autorrealización”, Antonio Blay
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“La práctica integral de vida”, Ken Wilber y otros.