Y, finalmente, si de algo han adolecido casi todas las tradiciones sapienciales es de excesiva solemnidad en sus modos de proponer la verdad; sin embargo, los maestros zen, esos descarados que vinieron a derrocar peanas y a ventilar capillas -mostrando así un profundo respeto que no distinguía lo profano de lo sagrado-, la repartieron a gritos y a coscorrones mientras se mondaban de risa, porque la cosa, el gran asunto, tiene gracia, mucha gracia.
Leed, si os apetece pasarlo en grande, los dichos y los hechos de vuestros tíos-abuelos Hui-neg, Huang-po, Hakuin, Tosan Ryokai, Lin-chi o Dôgen, entre muchos otros humoristas verdaderos. Cuentan del último que, al volver de China, a la que viajó para empaparse de los secretos del zen, lo estaba aguardando todo el pueblo, ansioso por oír lo que había aprendido de los maestros de aquel país, cuya autoridad era legendaria; y nosotros nos imaginamos a la banda de música de las grandes ocasiones precediendo a la curiosa comitiva. El caso es que, encaramado a una tarima, nuestro tío-abuelo Dôgen -que volvía pletórico de humor y de sencillez, es decir, de sabiduría- se limitó a decirles:
Tras estudiar con mi maestro, he visto con absoluta claridad que la nariz es vertical y los ojos horizontales. Con las manos vacías, regreso a casa.
¿Quién volverá a engañar al que esto ve, que es ver las cosas como son sin duda alguna? Mucho tuvo que reírse de su engañador el buen Dôgen, del que en él las veía a su modo siendo tan patente que son tal como son, antes de poder hablar así. ¿No es divertido? ¿No habéis captado todavía el gran secreto del zen? No hay nada que entender, excepto, claro, que la nariz va de arriba para abajo y los ojos de un lado a otro de la cara. Qué risa entonces, qué alegría. Ese humor verdadero, que es la pura alegría de ver y aceptar las cosas como son, no dejará de acompañarnos a lo largo de estas páginas. Es necesario tener un humor sin límites para no ser nadie, para reconocerse lo ilimitado y permitir así que todos los seres sean libres. No temáis, no trataremos de hacernos los graciosos. Tan sólo apuntaremos que practicar el dharma, el auténtico humor -la vida vivida con el cabal desapego que la hace viva- requiere la rendición incondicional del alma. Mientras el alma crea que tiene algo que ganar o que perder, así sea en la tierra o en el cielo, no podrá reírse de sí misma en toda circunstancia y seguirá ignorando la enseñanza de ese maestro cósmico que es el humor consumado. El amor y el humor son uno solo en la custodia del alma: el primero la hace sabia; el segundo le busca las cosquillas para que aprenda a reírse francamente hasta de la mismísima sabiduría, y entre los dos hacen nada de la vida y de la muerte. El alma pone a menudo a prueba al humor esgrimiendo el órdago del absurdo existencial; y el humor, aprobando y queriendo ese pobre concepto con locura, vuelve a poner al amor de manifiesto. El humor, que ha visto entera la función, se lava las manos y ríe corazón adentro. El amor, que también la ha visto, sonríe con gentileza en mitad de la plaza y no renuncia al rescate de aquellos que se toman demasiado en serio. Maestría invencible de la vida, amor primordial y niño, humor tajante y abuelo, no consintáis jamás en dejarnos de la mano. ¡Qué importa cómo nos vaya este rato, estar más o menos contentos cuando sabemos por vosotros que no hay quien venza al amor, a la igualadora socarronería!