….También sé bien, que en las horas oscuras, me concedes -como a todo ser viviente concedes- la dicha de comprender que Tú estás a mi lado más que nunca, que tu cayado me acompaña; que Tú estás en tu Padre y yo en ti y Tú en mí. Porque, gracias a ti, también sé bien que para ver claro en la luz de la Pascua necesario es pasar por el sudor de Getsemaní.
Por todo ello, me despido de este día a través de la oración de Teilhard de Chardin que hago mía ahora más que nunca:
En las manos que han sido taladradas. En las manos que sólo se han abierto para acoger y bendecir. En esas manos por las que pasa un amor tan fuerte, es confortador entregar el espíritu.
Rafa Redondo
Deseo recibir a la Muerte en estado disponible: siendo Nadie, porque ella es impotente ante el Vacío. Porque nada puede la Muerte ante la Nada. Exiliarme no es fracasar; tan sólo es el cumplimiento desbordante del Ser que anima el alma; y el que me impulsa a amar , mansa o rabiosamente a mis semejantes.
Tú, Aliento enamorado; Tú, maternal Padre, que, amando, en tus candeales senos me diluyes y contienes; Tú, sangre de mi sangre, que latiendo en tus latidos, me tienes y mantienes. Tú, Vida de mis venas, que en las albas me recibes, y en las noches me sostienes. Tú, Unidad incombustible, que a terrenal carne y a vida eterna sabes; la que, ahora, muy a deshora, ya cansado, y por tu amor estremecido, me inspiras la dicha sin palabras de cantarte este canto agradecido.
Tras el antiguo amor del corazón del Padre Bueno, el que siempre añora
el hijo pródigo cuando retorna tras la aldaba de la casa….
Sus harapos, aunque más dorados que el imperio del hermano envidioso, no cubrirán el frío que al anciano padre obliga a abandonar su puesto de vigía.
Siempre me esperaste, Abba, a, mí, tu hijo, al despuntar el alba. He aprendido tu lección. Por eso, yo también me apresuro a perdonar, ¡que se tornen en carne los corazones de piedra, pues el viento es gélido y el día ha declinado…!
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Fluiste de Dios, Padre, Abbá, siendo así como te sentiste Hijo de Dios, Hijo del hombre…: Yo te bendigo, Padre -dijiste-, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños.
Fluiste, Jesús, del seno de un Padre maternal que se vacía en amor. Tú, receptáculo esculpido en viva roca vaciada; Tú, apertura vacante, esa obertura, en sagrado himno devenida, que se prodiga en quién ha aprendido hacerse “nadie” y humilde como niño. Desde esa receptividad, clamo con Teilhard de Chardin en mis horas difíciles:
En las manos que han sido taladradas, en esas manos que sólo se han abierto para acoger y para bendecir, en esas manos por las que pasa un amor tan grande, es confortable entregar el espíritu.
Te dejaste esculpir, Jesús, te dejaste ser, para que nosotros también nos permitiéramos ser, haciéndonos, haciéndonos sencillos, haciéndonos a un lado, haciéndote un lugar. Y haciéndonos un ser horadado como tú, para que de ese modo Abbá dispusiera de un espacio que permitiera que Tú fueras una realidad en nosotros…
Ah, esa Presencia Pura, la que otorgas, a niños y sencillos, pero que con la sola razón, tendría yo que ser un ángel para descifrarla..
La mirada que Jesús dirige a los seres y a las cosas no es separable del misterio que le habita: el de ese Dios que se ha acercado al ser humano de. una manera notablemente nueva, insuperable. Y es a la luz de esta maravillosa cercanía como Jesús ve y contempla los seres y el mundo. Su mirada de hombre se adhiere en el asombro, a ese movimiento de acercamiento de Dios y por eso posee una claridad y una fuerza de penetración que le permiten ver la profundidad misteriosa de la realidad, que resulta absolutamente imperceptible para el ser humano normal.