Estrenamos verano
La vida –quiero decir la vida oficial– de nuestras sociedades
–si es que a algo oficial puede llamársele vida–, se halla
asfixiada por la sustitución de la cultura por la política, el
sentido crítico por la opinión de los mass media, y la autonomía
del criterio personal por la dependiente superficialidad del
pensamiento único. El bombardeo mediático que padecen
nuestras mentes ha propiciado el fenómeno patológico llamado
alexitimia, una dificultad para conectar con otras realidades
ajenas a las que puede captar la lente colectiva.
Demasiado ruido. Incluso las palabras más benefactoras,
las que provienen y suceden, o provenían y sucedían –tiempo
pasado–, desde el boca a boca personal, han ido extinguiéndose
entre el estrépito de fondo, confundiéndose y colisionando entre
sí, no sólo a causa del fragor motorizado, sino anuladas por
la profusión discordante de la monotonía, el lugar común de
los editoriales uniformados por la totalitaria unidad sin fisuras
anhelada por el poder económico–mediático y las mentiras u
ocultaciones, repetidas hasta el colapso mental, con que responden
los obedientes compulsivos. Una programación mental
inflada de palabras profanadas por el embuste sistemático, que
aturde al lector de periódicos y oyente de los telediarios.
Palabras, montones de palabras de segunda mano, manoseadas
y atragantadas por la consigna, devenida en el
allanamiento de morada democrático. Palabras, montones
de palabras huecas, que nos sumen en la miopía auditiva;
palabras que bloquean nuestra capacidad de conocer y atravesar
–dia-logar– mediante los sentidos, que son los que nos
unen al universo de la verdad, e invitan a dejar la pluma para
poder recobrar el silencio que en el fondo somos. Quien no
escucha ese silencio es el mayor de todos los sordos. Esa es,
la sordera, que unida a la ceguera, fomenta nuestra neurosis
colectiva.
El más profundo sufrimiento que acecha al ser humano,
es el que siente cuando pierde su país de origen. «No he visto
–decía Jung– una sola neurosis que no tenga un origen
religioso». Estamos hablando de la nostalgia producida por
esa repatriación, siendo esa angustia el manantial de donde
nace el impulso a regresar a su Origen. La neurosis es la rebelión
de la naturaleza cuando la hemos metido por un camino
equivocado.
Lo cierto es que la inmensa mayoría de las gentes no son
conscientes del clamor de esa inquietud interior y ello, principalmente, debido a la dormidera social que supone hacer lo
que todo el mundo hace, que es una suerte de adaptación –no
integración sino adaptación– superficial a los valores de una
sociedad desorientada. Una especie de tapadera provisional,
una coraza protectora del pequeño ego que bloquea el sendero
que arriba del Ser esencial. Esa situación que yo llamo patología
de la normalidad, a nadie hace dichoso y puede mantenerse
hasta que la naturaleza, cuya identidad es estar despierta, no
soporte ya tanto opio y rompa cuando menos se piense en una
crisis de angustia. La apariencia irreprochable de tantas personas
solventes no logra, sin embargo, enmascarar esa tristeza
larvada y ese sentimiento de aislamiento que late en su fondo
sólo aparentemente satisfecho, y su seguridad y aplomo externos
no logra compensar su profundo y real desasosiego. ¿Qué
les ocurre? Se han separado de la vida y la angustia es la más
noble protesta que brota de la naturaleza inconsciente. ¿Y cuál
sería el camino de la curación? Instalarse en el Ser más allá de
la vida y de la muerte, más allá de la apariencia y las corazas.
El camino de la liberación no es un camino de rosas, entraña
mucha muerte, porque el pequeño yo, cuya dicha depende
de las condiciones existenciales, tiene que desaparecer, ahuecarse,
vaciarse. Hasta que el Ser real ocupe el puesto central de
nuestra vida, hasta que el sinsentido vuelva a cobrar sentido.
Por esa razón, bienvenida sea la neurosis que nos facilita la
vía hacia la liberación, hacia una vida nueva, por mucho sufrimiento
que ella implique.
Acoger la prueba del dolor como lo mejor de nuestra formación
y saber que la liberación pasa por el desamparo es la
exigencia de toda auténtica transformación, y el único camino
para volver del exilio hacia nuestro verdadero hogar.
Suele sucederme. A veces debo escurrirme, descolgarme de
mí mismo como si esa desposesión fuera –y lo es– un tablón
de salvación. Horas, para el común de los mortales, sombrías,
cuya tempestad de brumas sacude el alma en sus cimientos.
Entonces, siente uno cómo el aire, cargado de veneno, alcanza
las raíces de mis más recónditos capilares.
Una extraña fuerza, sin embargo, me empuja a elevar mis
brazos a lo alto. Las palmas de las manos, entonces, palpan
la entrega y la dádiva que brota de la altura; también de los
abismos. No hay sino silencio. Y entrega. Un deponerme total,
como si prestara mi vida a un desconocido.
Huracanes de sombra y miedo, de larga duración, horadan
el esqueleto de la conciencia, mientras me limito a mirar muy
atento y muy de frente los ojos de esa salvaje umbría y me
rindo a su silencio haciéndome silencio. Horas en las que uno
siente en su cuerpo de qué manera el vampiro de la muerte
abreva en su propia sangre.
Pero, aunque me entrego y me depongo, no bajo mi mirada
ni ceso la atención ante ese horrible rostro. Lo aprendí hace
décadas: miro a la muerte con sus ojos; ella me mira con los
míos, mientras como un barrendero voy expulsando a paladas
de mi mente alevosas letanías de imágenes y pensamientos que
incesantemente brotan de otras imágenes y otros pensamientos.
Con los brazos muy alzados, una parte de mi yo se entrega
al abrazo total de las tinieblas, se rinde al acoso del miedo, se
entrega al asedio de la angustia, y con firmeza liberadora mira
de frente al propio miedo, incluido el miedo al miedo. Y es
entonces cuando sucede algo inesperado: desde su lecho negro,
las espinas de la sed dan a luz un inesperado fondo de ternura. Y
brota la respiración que estaba contenida. Surge la paz. Sí, otra
parte de mi ser oficia de partera de la liberación que pulveriza
los sudarios. Lo sé: muy agazapada, la luz también aguarda su
turno en los sepulcros. La más honda luz. Lo sé. Un lenguaje
sin lengua que impone su dictado. Un tú dentro del yo.
No me engaño, lo escucho claramente:
el dictado es exacto. Me conmueve
su lenguaje sin voz, silente nieve
que atempera el incendio de mi mente.
La deja en su honda paz. Muy largamente
contemplo el quieto Fondo que hoy me mueve
a alzarme a mis adentros, donde llueve
rocío de alba en lágrima silente.
¡Cuán claro es tu dictado, tu presencia
sin verbo, sin acento, sin fonema,
sonando en sinfonía con la nada!
¡Qué claro, Dios, el eco de tu ausencia
que hoy se ensancha en mi pecho hecho poema,
recordándome el don de no ser nada!
Sentado en zazen, me alejo del cuerpo y de la mente, y así, herido de luz, lo certifico en este tórrido atardecer de un verano que se estrena.
Feliz verano, Shanga.
RAFAEL REDONDO