Caminar de nuevo hacia lo nuevo

Que Occidente debe descubrir su propio zen, es una necesidad perentoria no sólo demandada desde hace lustros por algunos maestros orientales, como Taisen Deshimaru, sino, sobre todo por los prestigiosos maestros occidentales, como Karl Graf Dürckheim (que cambió el nombre de “Za-Zen” por el de “sentarse en silencio” y se negó a ser reconocido como maestro), o como el maestro Willigis Jäger, que tuvo serios problemas con la Escuela Sanbo Kyodan, fundada por Yasutani Roshi, sin dejar de citar a Carlos Gustavo Jung, que declaró lo mismo ya en la década de los cincuenta. En tal sentido creo  justificable, por su interés iluminador, la cita “in extenso” del prólogo de Willigis Jäger en  mi libro “El Esplendor de la Nada” (editorial Desclée de Brouwer, 2010):

Hasta hace bien poco, el Zen era para occidente como una semilla extraña, como un especie de planta exótica que a lo largo de los últimos decenios enraizaba en nuestro suelo hallando en él un espacio reconocido y respetado por las restantes clases de plantas.

En este cambio de escenario, es inevitable que el Zen se vaya adaptando y ampliando a nuestras formas occidentales. El hecho es que el Zen ha marcado su impronta en occidente, pero también el occidente en el Zen. Se trata de una interrelación recíproca, aunque todavía en marcha, en movimiento. Sin embargo, lo esencial del Zen – el despertar de la estrechez de los

límites de la personalidad – permanece inalterado, aunque hoy ya se halla

en condiciones de abandonar sus ropajes asiáticos para acercarse a nuestro modo de pensar.

El Zen, es un camino apto para las gentes de todas las clases y culturas. Es cierto que nos ha llegado desde un entorno budista oriental, pero ya se está revelando a occidente en su verdad. Y aquí, no tendrá más remedio que desprenderse de sus iniciales épocas monacales, para adaptarse mejor tanto a la antropología como a los nuevos paradigmas.

El hecho es que los occidentales que transitan en el camino del Zen ya no viven bajo la protección de un monasterio, sino insertos en su muy concreta vida  cotidiana con su familia, con sus hijos, con sus problemas laborales, de pareja y financieros… Problemas de los cuales los monjes siempre estuvieron exentos bajo la protección de sus monasterios.

El camino del Zen, ha estado siempre – y seguirá estando- condicionado por las influencias culturales de cada época, por tanto, su desplazamiento hacia nuestra cultura moderna le habrá de exigir los importantes cambios provenientes desde la nueva psicología y la nueva

psiquiatría como desde los actuales hallazgos de la neurología.

La transformación del mundo comienza en la transformación de cada individuo, y el Zen  nos ayudará a dejar atrás lo que ya no nos va y nos molesta como una vieja prenda que se nos ha quedado demasiado estrecha. Pero de lo que aquí se trata no es tanto de una simple reforma en nuestra manera de ver la vida y el mundo, sino de una real transformación, si es que de verdad queremos dar nueva forma a la nueva realidad. Es nuestro deber entrar en otras dimensiones de la experiencia que nos permitan conocernos mejor.

Hora es ya de distinguir las creencias de la experiencia de la  Esencia; y, sobre todo, de construir puentes desde el Vacío sin fronteras, más allá de Oriente y Occidente. Así quise decirlo en un poema.

Hora es de construir puentes,

más allá de la silenciosa

quietud oriental

hasta el huracanado

verbo occidental,

Todo lo que asciende converge

en el Vacío sin fronteras.

El viento del mar lleva sus gaviotas fieles

porque no las engulle,

las eleva.

Se trata de morir a la vieja hojarasca en cada instante, en este, por ejemplo. Morir en el cojín.

Todo, incluido el mundo que ves,

así como tú mismo,

el testigo del mundo, todo es Uno…

(Texto tamil anónimo del siglo XIX)

Decía el Maestro Seng Can: ”El dos viene del uno. Ni siquiera la unidad se puede mantener. Si uno no tiene prejuicios, las diez mil cosas no tendrán culpa.»

-“¿Qué puedo hacer por ti? –preguntó a Diógenes, Alejandro Magno-.

-¡Que te quites de en medio para que se pueda ver el sol -exclamó el sabio.

Sin asirme a Dios, ni al Zen, ni a la misma Unidad, pues ellos, en tanto que conceptos, no son la realidad. Mediante palabras, ni siquiera la Unidad se puede mantener. Es preciso alcanzar el umbral de la no-palabra, para des-cubrir la Presencia que emerge de la ausencia. Todo es Uno, el dos viene del uno.

Se trata de atravesar las afiliaciones, las religiones los grupos de referencia, las asociaciones y las escuelas Zen… hasta quedarnos desnudos de equipaje. Tan sólo entonces la Ausencia puede devenir en Presencia y el sueño en despertar, como cuando limpiamos un cristal, el sol entra sin obstáculo. Dios no puede dejar de entrar cuando nos quitamos de en medio.

Vaciarse del prestigio, del ego, para perderse en la Unidad. Desgastarse como se desgastan y vacían las caracolas cuando durante años se hallan a merced del vaivén del oleaje, hasta hacerse transparentes en la arena… Hasta el último aliento de nuestra existencia, el ego pretende “dar la talla”, hacerse notar, quedar “como un caballero”, morir como “deben” morir los maestros. Esa es la última estrategia del narcisismo latente. Ah, nosotros, los del Zen. Ah, ah, los Maestros Zen… Si la palabra “humildad” posee aún algún sentido, yo sólo me dejaré guiar por un maestro humilde, pues pienso que tal es la “prueba del algodón” para distinguir al sabio del charlatán.

Hay muchos especialistas que saben de lo que no comprenden. El discípulo avanzado no sabe de dogmas, de creencias, de rituales, o religiones. Sabe de experiencias propias. Llega un momento –insisto- en que al Zen le sobra hasta su nombre. El discípulo, sólo sabe o le interesa saber ser; tan el sólo ser. No le perturba ni su sombra ni su luz, ni se ofende o tiembla por la opinión que de él se prodigue.

«Durante milenios –refiriéndose a escuelas y linajes asiáticos, me comentaba la profesora Teresa Guardans en un correo particular- autenticidad y cadena de transmisión recibida serían sinónimos»… ”conocer la verdad se ha concebido como recibir algo de alguien: no descubres algo, sino que recibes de otros algo que desconoces, pero que está ahí.»

Para la mente occidental eso es una aberración. “Maestro -sigue Teresa Guardans- es aquello que descarga de obstáculos a nuestra comprensión. Quien con su estar nos revela nuestras propias trampas y nos permite ir más allá de ellas. Quien con su acogida nos ayuda a confiar en la vida en nosotros. Quien de una forma u otra nos ayuda a descargar el fardo de creencias inútiles, de miedos opresivos, de expectativas engañosas.»

Todos nuestros decires y formas de comprensión, se esfuerzan por hacérnoslo notar.

¿Qué estaba diciendo, si no, Buda cuando hablaba de las palabras como una balsa para cruzar el río y luego dejarla, y no para llevarla cargando sobre la cabeza? O esa insistente tonadilla de Jesús, “pero yo os digo…» (os tomáis la verdad transmitida al pie de la letra, olvidando lo que importa, el sentido, “pero yo os digo…”).

Es decir, incluso en aquellos escenarios culturales en los que el criterio de verdad iba intrínsecamente ligado a la cadena de transmisión, la experiencia de la Verdad resquebrajaba cualquier criterio externo. Y quienes lo palpaban no dejaban de insistir en ello, intentando evitar que el molde cultural, la copa, ocultara el vino. Porque la trampa, en todas las latitudes, ha sido la misma: dar más importancia a la certificación de la cadena que a la comunicación honda, enraizada en la verdad. Querer imponer un criterio haciéndolo venir directamente del “Altísimo” (ya sea ese «altísimo», Dios, o la sabiduría misma) mostrándose sólo a aquellas personas que han vislumbrado ese “latir” de la verdad, que escapa a través de un iluminado, un profeta es un error tremendo.

¡¡FELIZ OTOÑO, COMPAÑEROS!!

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