El poema, ¿acaso ha de extinguirse
al apagarse, efímero, el poeta?
Vuelan en desbandada las palabras,
tan ajenas a las huellas de su dueño…
Ver en el incienso la cumbre desbordante del humo que se explaya; y también su rescoldo, hecho ceniza, expandirse impulsado por el resuello de un extraño vigor que le impele a volar hacia todo lo que ES más allá del fuego e incienso, tierra y cielo, ceniza y viento… Ver cómo se yerguen, cada uno en su forma, el humo y la ceniza, haciendo del abajo un arriba y del arriba un abajo, desvelando, de ese modo, el oculto sentido encerrado en la materia, en el mismo instante y punto en que la materia a sí misma se ilimita.
Volar y aterrizar, elevarse y recaer como el eterno vaivén que nutre de idéntico sentido la infinita danza del cosmos y ante el que, una vez más, estallan los fonemas. ¿No se ilimitan las estrellas -se preguntaba Claudio Rodríguez- para algo más hermoso que un recaer oculto?
La vida nos convoca en cada instante hacia abismos y cumbres -¿qué más da en que orden, si son uno?- inauditos. Como el incienso que inunda la habitación, que está aquí, que está allí, y que, sobre todo se eleva hacia un des-estar más allá del ahí y del aquí.
Ver. Mas se trata de una visión solamente accesible al observador cuando, igual que el incienso, él mismo se aligera de si mismo. Aunque, llegados a este punto, es aconsejable aligerar también la palabra; para ello escribí este soneto:
Vacía de su nombre lo nombrado
y déjalo sin voz, que quede mudo,
sin palabras; sin más arma y escudo
que el cuenco de este verso vaciado.
El poema, se apoya en lo in-nombrado,
su fuente es el silencio. Yo no dudo:
el poeta, en su ser, bebe desnudo
del propio manantial que aún no ha encontrado.
Tan sólo cuando él mismo, se hace verso,
su palabra, ya rota, hecha ceniza,
desvela, vaciada, su secreto
bajo el ritmo del Ser, que se desliza
en la danza que baila el Universo,
sonando en el sonido del soneto.