Me llegan estas vivencias de ciertas personas asistentes al sesshin de Berriz.
Dos días en silencio. Un ritmo im-propio. Un papel pautado. Distintas invitaciones, cada cual elige la suya o es elegido por una…
Yo, en un silencio que me aquieta, en un ritmo que me enmudece, entro en un estado que licua pensamientos añejos, solidifica emociones y abre otras posibilidades. Abro una mirada, de manos tendidas, a través de la que de verdad veo, la mirada que me descubre en y con todo (dios?, cada día tengo menos prejuicios). Y siguiendo una invitación, la de Rumí, re-abro el camino a la puerta del corazón. Un camino en el que, embriagada por unos alrededores aligerados por paisajes de alegría sentida y placentera, despiertan mis sombras. No hay asombro, hay certeza, un núcleo de tristeza. Aflora primero la huella y después la lágrima, ha habido otras, vendrán más, son parte del camino.
Y él, maestro, vecino, amigo, siempre AHÍ… Invitación e (im)perfecto modelo que, después de este verano de sol y carne, luce un brillo nuevo. Su equipo, compañía y salvaguarda, propuesta y respuesta.
Y ella, omnipresente, en el rumor del agua, en su incansable fluir. Omnipotente, en la mole de piedra que se ofrece como ancla, horizonte o vara de medir. Omnisapiente, en el haya que hunde las raíces en la tierra, entierra las ramas en el cielo y sigue creciendo/siendo arriba y abajo, abajo y arriba…
Y todos, sumando. Fisgando, rastreando, lo propio (que no lo es tanto) y lo ajeno (que lo es cada vez menos), lo interno y lo externo (separados por una línea cada vez más y más fina), compartiendo un silencio cómplice, un gesto locuaz, entremezclando miradas, respiraciones y VIDA.
E.