Las religiones estatuídas ya han cumplido muy bien la función consoladora de mantener a salvo al pequeño yo, pero la auténtica espiritualidad supone abrirse a la autenticidad de aceptar la Vida en su integridad. No es adaptativa sino transformadora, no pretende legitimar determinadas visiones del mundo, ni amparar ningún dogma u opinión colectivamente establecida; ni pretende sostener un modelo de filosofía que entienda como fundamento inapelable el individualismo y el competir ajeno al compartir. La espiritualidad auténtica DESARTICULA lo que las civilizaciones consolidadas consideran como legítimo: un yo separado que trata de perpetuarse en el tiempo y único modo de hallar sentido en el sinsentido de la adoración al Dios Mercado y sus mercaderes, como ahora ocurre. La conciencia despierta se sacude ese yugo alejándose del mundo que los grandes profetas denunciaron, y les costó la muerte, como ocurrió a Jesús, o a Margarita Porete en la oscura Edad Media. O matando a Monseñor Romero, que molestaba con su Evangelio vívido: «si hablo de amar a los pobres me llaman compasivo, pero si me pregunto sobre las causas de la pobreza me llaman comunista». Todo eso, lo estamos viendo y padeciendo, aún persiste.
La práctica de la verdadera meditación no se adapta a las condiciones del imperio o establo establecido, rompe radicalmente con él. No es un opiáceo más que ayuda a la adaptación más que a la transformación; no consuela satisfaciendo al ego, lo trasciende. “Creedme, clamaba Jesús, yo he vencido al mundo”.