Cuando mi oración se hizo más callada y más interior,
tuve cada vez menos que decir.
Al final me callé del todo.
Me volví un oyente,
lo que seguramente es
un mayor contraste al hablar.
Primero creí que rezar era hablar.
Pero aprendí que rezar no es
solamente callar, sino escuchar.
Así es:
Rezar no es escucharse hablar.
Rezar es:
Ir callándose y estar en silencio y
esperar hasta que el orante
oye a Dios.
(SÖREN KIERKEGARD)
Vivido en el último sesshin.
Aprendí que Buda es el precursor de Jesús, un precursor más. Así lo vivo en el atardecer de mi vida. Hablo y quiero hablar aquí de vivencia –de vivencia, no de opinión-, que Dios me libre del mal, del bien y de toda opinión…
Nada buscamos al hacer Za-Zen, ni siquiera la iluminación. Esta ya era antes de nuestro nacimiento. Za-Zen mismo es pura iluminación, puro despertar, puro caer en la cuenta. El árbol, desde el alba del mundo, sabe hacer Za-Zen. Para conocer esta verdad no es preciso ser maestro sino discípulo del Silencio, ni es asunto de técnicas, sino de sencilla disposición a dejarse engendrar por el Amor. El evangelio comenzó en el Jordán, en el Tabor, ese Reino escondido de un aita que nos incendia de compasión.
Todo nos ha sido dado y sigue dando sin que nosotros tengamos que hacer mérito para adquirirlo. El azul celeste, la vía láctea, las estrellas, la luz, el viento y la naturaleza toda. No tenemos que hacer nada sino observar en silencio. Todo es pura gratuidad.
Za-Zen es des-aparecer en el aliento de la Vida, paso a paso; en la quietud eterna del corazón del Ser; latido a latido, respiración a respiración, Perdiéndose en Lo que ES, sin apenas dejar rastro. No es un medio, es iluminación, caer en la cuenta; es latir en los propios latidos de esa secreta dádiva que, suave y quedamente, nos envuelve. Zen es dejarse caminar, pastorear, llevar, dejarse conducir haciéndose uno con el paso: paso a paso, paso a paso, paso a paso… hasta des-aparecer y hacernos transparentes sin darnos cuenta.
Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo dice vibrando el viento y el murmullo del arroyo, lo dice la quietud de las piedras del camino que te dirige a la cumbre. Lo dice el silencio que impregna el dios Anboto, el Gran Silencio, en que vibra el zendo, zendo es todo el mundo. Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo expresa, sin quererlo, el suave temblor de la llama de la vela, lo clama el aire peinando el humo del incienso y, ya en el exterior, lo expone el vaivén de las hayas y el eterno volar de los cuervos y vencejos.
Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo afirma el corazón en sus latidos, lo confirma el flujo mágico de tu respiración. Sí, todo lo que las palabras no logran abrazar lo señala el clamor del el gong, cuando se expande, imparable, por el espacioso zendo del universo.
Todo pensamiento queda en suspenso cuando “llega ESO, lo que jamás se fue… Inmensurable Vacuidad del Todo que en todo se propaga. El Espíritu que se derrama sobre toda carne. Sobre TODA carne.
La Presencia del presente, el instante, lo que insta e interpela: Presencia vacía en penetrante Nada Abierta en manos y alma. En la apertura somos don, forma de ofertorio, brazos alzados al cielo del ocaso (qué más da si nublado o despejado).
Simplemente estar y constatar, muy despierto, como una llamada: en la apertura se hace real toda posibilidad.
ESO no engaña.
Y de ese modo, el cuerpo, atravesado de silencio, diluido en las alas de su aliento, él mismo se ha hecho ausencia. Y se ha hecho soplo. Y se ha hecho viento; como un tilo en otoño al que sus propias hojas ya le pesan, y al que su propia desnudez ya le es ajena. Tan sólo permanece el frágil rumor del palpitar. El resto, el meditador incluido, ha perdido su volumen. Sólo queda Eso: la meditación, sólo queda eso: el imparable y no causado respirar.