Estar disponible es lo que me ha enseñado la práctica diaria de la meditación silenciosa. Ello ha supuesto para mí ponerme infinidad de veces frente –enfrentarme- a posiciones viejas, a leyes y costumbres admitidas sin rechistar, a creencias que se hallan en las antípodas de la Vida. Pero esta, que es pura y constante sorpresa, no digiere la inmovilidad: el viento de su espíritu sopla donde quiere, y lo mejor de ella es que nunca sabremos a qué atenernos. Sólo cabe el asombro y la apertura. La sabiduría de la inseguridad, el arraigamiento en el desarraigo. Ella nos enseña a atisbar el Fondo indestructible en plena fragilidad. Y no, no son palabras. Lo sé, y lo escribo.
La Vida es en si misma una dulce y dura Maestra, y para reconocernos como sus discípulos exige la cancelación de nuestros compromisos con todo lo que nos da seguridad y nos mantiene en el resguardo inmune de la vida ordinaria. Ella, la Vida, desenmascara nuestra vanidad poniendo constantemente en tela de juicio la solidez del suelo que nos sostiene y los pilares que el mundo nos ofrece para apoyar nuestro cansancio. La Vida es un tsunami que derriba con su aliento huracanado lo establecido en los establos que nos fabricamos, y arranca de cuajo nuestros aferramientos aprendidos desde la escuela. La Vida, si lo es, ridiculiza el orgulloso pedestal en que se acomoda nuestra conciencia cotidiana y provoca enormes sacudidas hasta hacerlo polvo.
La Vida es choque y ternura. Lo sé, y lo escribo.
Hablo de un comprometido abrirse que involucra todo el existir, un exponerse a las exigencias del Camino, a la Totalidad, vertido y con-vertido en ella, naciendo y re-naciendo en ella, conociéndola, o, mejor aún, “con-naciendola”. Fusionado en la Unidad de un solo saber abierto a un solo sabor. Para conocer es preceptiva la disponibilidad de un previo permitir entrar.
El dios que campea por las religiones no nos sirve. Me refiero a esa concepción de un dios como lejano demiurgo Objeto ajeno al mundo, al que sólo orando es posible dirigirse y del que una insalvable valla dualista nos separa. Pero la verdadera religión carece de objeto, no es un objeto. Efectivamente, Sucede a veces que, estando a solas con nosotros mismos en el corazón del silencio, experimentamos una asfixiante carencia que nos empuja a llenarla de sentido: sin apenas interrogarla ni escucharla, iniciamos la acción a no se sabe dónde, y en lugar de hallar la ansiada liberación del sufrimiento, como mucho hallamos eso: objetos. Esta sociedad distraída nos enajena así, con objetos en forma de proyectos, huidas compulsivas, marchas turísticas paradisíacas, que acaban remitiéndonos a nosotros mismos. Para luego extinguirse.
Mas nuestro anhelo interior perdura incluso cuando, saciados del placer que causan los objetos, estos pierden el prodigio evocador que en su día nos colmó. El gozo, entonces, se torna en indiferencia, o en hastío. Ya sabes –te dicen los adaptados- esa es la vida, esto es lo que hay, tan sólo objetos… no seas romántico.
Alienados por la idolatría de las cosas, pudimos llegar a pensar que la alegría efímera que los objetos suscitaron, se encontraba en ellos mismos, como si ellos, los objetos, fueran los artesanos de esos momentos de plenitud que nuestro corazón suele alojar y celebrar. Pero la contemplación plena, de la que brota el valor de afrontar el dolor sin rehuirlo, nos brinda la oportunidad de comprobar que la verdadera paz existe por sí misma, sin necesidad de que ella sea superpuesta a ningún objeto, bulle, brinca ajena a nosotros. La auténtica dicha, tiene su propia razón de ser, su vida propia; sin dependencia de personas ni de objetos religantes o religiosos, porque en el corazón del silencio podemos comprobar que la paz se halla en nuestros adentros, porque el soneto de su salvaje soplo y su sonido han decidido adentrarse en nuestro corazón. Y en él la plenitud del Océano Atlántico. Puedo ser pobre de objetos, aunque borracho de eternidad. Presencia ajena al tiempo a la que acompaña una gran dicha, que para saborearla, y donarla, hemos nacido. Lo demás no tiene objeto.