Vivo el Zen sin una definición clara. Es para mí un camino, una compañía, una luz a veces esquiva, un reto de perseverancia, en ocasiones una losa, a menudo un lugar de descanso de un yo y un lo otro, otras veces un campo de batalla y siempre un algo asombrosamente nuevo, imposible de planificar. Me proporciona luces y sombras, la paz y la zozobra más profundas, miedo, impaciencia y dudas, alegría, ternura, fe y ecuanimidad. Se alternan profundidades místicas y lágrimas de alegría cuando se me abalanza encima la vivencia de la Vida al darme el sol en la ventana, al ducharme o al defecar. Cada experiencia acaba siendo o bien un regalo, o bien un incómodo remover estructuras viejas que me termina aportando, si sostengo la mirada, un aprendizaje y un nuevo soplo de libertad.
A lo largo de mi camino, he vivido una y otra vez una recalcitrante dificultad. Siempre bajo diferentes disfraces, pero siempre la misma, tenaz. Se disfrazaba, sobre todo, de rechazo a lo religioso, aunque con el tiempo, acabó de caer también ese disfraz. Ya no se muestra disfrazada esa inercia, pero no por eso puede decirse que haya disminuido su pegajosidad, es como una doble piel en mi conciencia, como la de una serpiente que, a fuerza de estar sometida a la luz, al aire y al interno crecimiento, se seca y resquebraja, dando paso a una nueva piel, fresca y brillante, que cambia por completo mi forma de caminar. Sin embargo, la luz y el oxígeno siguen inalterables en su función: proporcionan vida momento a momento, pero a su debido tiempo, resecan y oxidan lo que ya ha cumplido su ciclo, y lo destruyen para que lo nuevo vuelva a brotar. Así, lo que un día fue una revelación, una vía nueva, con el uso acaba formando parte de una piel vieja que sigue expuesta a la acción de la Vida y termina por colapsar.
La dificultad siempre es la misma, el apego a la vieja piel, el desvío de la confianza hacia lo sucedido y grabado, frente a la atención despierta que se zambulle en el romper de cada ola hasta caer en la cuenta de que es mar infinito y que lo infinito se hace vivenciable a través de esta sorprendente individualidad. Suena bonito, lo hemos oído y leído muchas veces, pero vivirlo es otra cuestión, y no desfallecer por despistarnos al instante siguiente requiere de una sola cosa: Confiar. Poner la confianza en la fuente, adoptar el compromiso de la fe puesta no sólo en el hilo de agua fresca y nueva, sino también y sobre todo, en el viejo e inmutable manantial.
Y es ahora, en los momentos en que aquello que creíamos fijo se resquebraja, que se abre un camino nuevo y podemos elegir en qué confiar.