(Recuperamos este texto de Rafa de Junio de 2013)
La crisis que ahora estamos sufriendo no es sólo la versión más pura y coherente del capitalismo. La crisis -mejor sería llamarla asalto a mano armada– es la única versión posible del sistema más voraz creado por la especie humana para su autodestrucción, que se llama capitalismo. En este, la corrupción no es un apéndice casual propio de unos pocos miembros perversos del gobierno del P.P., sino que forma parte del metabolismo social del que aquel no es sino mero gestor.
Pero lo que, entre otras cosas, nos está ocurriendo es que este modo de canibalismo ha sorprendido a la ciudadanía mirando hacia otra parte, con el paso cambiado, pues desde hace décadas ya veníamos soportando mansamente los absurdos lenguajes de que la democracia liberal es el sistema menos malo de los posibles, o que las alternativas procedentes de Marx, era cosa de románticos, o que la educación universitaria tiene que estar orientada a servir a la sociedad (se entiende que a la sociedad empresarial), como proclaman los centuriones del llamado plan Bolonia. Y en este plan.
Por más que la indignación social ante el actual despojo sea haga más creciente, el hecho es que cuando la crisis se inició, miles de jóvenes ya estaban integrados en la mentalidad fraudulenta de la dinámica competitiva. Era la hora del regate corto, del enriquecimiento a golpe de especulación, del sálvese el que pueda, del vilipendio del poder mediático-liberal a las organizaciones sindicales, del pelotazo, de la patología de la normalidad… Recordemos el tirón que sólo hace pocos lustros tuvo Mario Conde como ejemplo de identificación con el ansiado éxito, o el llamado Super López, símbolo y modelo del triunfador en nuestras escuelas de ingeniería o facultades de Economía, donde se siguen fielmente los programas económicos del liberalismo que consideran la globalización capitalista tan natural como la luz del sol.
Tuvieron que ser -qué curioso- dos jóvenes nonagenarios recientemente fallecidos los que comenzaran a hacer despertar de su letargo a tanto joven prematuramente viejo, y a tanto viejo plegado a lo más viejo. Estoy hablando de un modo de concebir, percibir y vivir la realidad de modo fraudulento, engañoso, falaz; eso que en mis libros he llamado patología de la normalidad, y que el recientemente resucitado Karl Marx bautizó como falsa conciencia, y ahora, Pensamiento Único.
Parto de un hecho: la conducta corrupta es derivada e inherente al fundamentalismo de la religión capitalista, y es impensable salir de este dogma envilecido sin una revolución radical de nuestra conciencia. Me refiero a un cambio, a una transformación que, incluyendo dimensiones estructurales, añada la conciencia individual. No hay cambio sin cambiar-se ni transformación sin transformar-se . Y eso la llamada izquierda aún no lo acaba de aprender, es su asignatura pendiente. Pero, ¿en qué debe cambiar hoy el ser humano si no quiere verse abocado a la extinción?
Vivir sintiéndose separados (individualismo capitalista) es la falacia de una vía muerta. El sentimiento de Unidad del Ser, que yo aquí reivindico en tanto que no-dual, traspasa y rebasa el concepto básico del socialismo llamado solidaridad, porque ésta, aun siendo sublime meta y sueño de la humanidad, supone aún cierto dualismo y separación en tanto que selecciona lo humano social, pero sin tener en cuenta el universo. Una piña de individuos, no elimina el individualismo social, ni el etnocentrismo o narcisismo grupal enmascarado. Hablo de una Unidad o Totalidad, cuyo sentido último nos rebasa, pero que sin la vivencia de que uno forma parte de ella, la vida, como estamos viendo y viviendo, se empobrece galopantemente. Gran parte de la dolorosa perturbación de este canibalismo que estamos sufriendo, sobreviene desde una crisis de identidad generalizada, ya que los seres humanos que padecemos esta enconada lucha de clases globalizada, incluidos los globalizadores, no pueden reconocerse bajo la auto-caricatura que, a fuerza de competir sin compartir nos hemos fabricado: nos hemos exiliado de nosotros mismos, porque, obedientes y mansos hasta el masoquismo, hemos negado nuestra condición de miembros vivos de una Totalidad que nos trasciende. Freud, describió con lucidez cómo hemos reprimido las fuerzas sumergidas inconscientes; pero se quedó corto, porque lo peor es que también hemos sometido las fuerzas emergentes: la espiritualidad más allá de dogmas religiosos, nuestra verdadera naturaleza. Este es nuestro drama.
Sin embargo, hay en el fondo humano un teclado musical real e inesquivable que exige ser recuperado y vivenciado al margen de cualquier creencia; un patrimonio del ser humano que nos pertenece por el sólo hecho de haber nacido como ser humano. Y en la llamada izquierda sociológica, la forma “heroica” de narcisismo -y en eso se parece al mundo de los santos- también alcanza altas cotas de epidemia. Y Dios nos libre de los santos por mucho que le invoquen; más aún si son mártires. Sobra el culto a la personalidad y mientras hay ego persiste el sufrimiento, mientras la existencia humana se experimente a sí misma separada (por muy solidaria que se proclame) nos seguirán atormentando la angustia y los sentimientos de falta de sentido. Y en este tema, la izquierda está en pañales.
No soy tan cándido que no alcance a ver que a la hora de perseguir la corrupción el estado de derecho debe utilizar los medios democráticos que la sociedad le otorga en su forma legislativa ejecutiva y judicial, pero transformar el mundo exige transformarse también interiormente, hacerse generosamente vacío y disponible. Cambiar es cambiar-se: cada miembro de la especie humana, si quiere evitar su extinción como especie, debe pasar de la categoría de individuo a la de sujeto. Y la democracia -que aun es una utopía- en tanto que organización (en cuyo corral de falsa libertad conviven (?) la zorra y la gallina), no ha alcanzado el nivel del necesario cambio de conciencia que traspase el pensamiento único del mercantilismo. Si cada día, igual que nos tomamos un tiempo para alimentarnos, hiciéramos lo mismo regresando un par de horas a nuestro interior, nos acercaríamos a esa experiencia liberadora de unidad con la vida total y sin fronteras. Dicho de otro modo, esa práctica del recogido silencio sería el germen para orientar la calidad de la actual condición humana hacia cimas de nobleza. Pero la izquierda, enrocada en la alienante asociación religión-espiritualidad, sigue presa de su peculiar e inconsciente clericalismo.
En la más profunda vena de la persona, anida la experiencia de un gran maestro de amor (palabra manoseada, pero verdadera), siendo este el único capaz de superar la cultura de la codicia y egocentrismo que mantiene atrapada nuestra conciencia en estadios infantiles; una concepción de la vida que va contra la misma vida. De ahí deriva toda forma de corrupción. La experiencia de amor es la única posibilidad capaz de abrir nuestra conciencia hacia un nivel superior; la profundización en la experiencia de Unidad es nuestro porvenir como especie. La actual crisis es una oportunidad para morir a lo viejo, porque la muerte no es el final, sino la mensajera de un modo de vivir completamente nuevo, el desasimiento que significa un nuevo comienzo… Pero hoy hemos llegado a la conciencia de que no cabe transformación social sin la paralela maduración personal. Hoy, más que nunca, hemos de aprender que morir significa abrir la mano y desprendernos del miedo con que las minorías del poder osan atrapar al mundo. El miedo cotiza en bolsa, nombra gobernantes y papas. Y es preciso morir al miedo, al miedo a la muerte, al aferramiento a creencias, fes, y a todas las convicciones a las que nos hemos aferrado y nos tienen mentalmente programados.
Me decía Willigis Jäger que nuestro yo se encuentra enredado la mayor parte del tiempo en la interminable lucha contra la caducidad, y como sabemos que desesperada y estéril es tal lucha, estamos bloqueados por el miedo.
Es la hora, y la era, de recuperar el valor de desaferrarnos de toda seguridad, incluida la acumulación de riqueza que atenaza a los más inseguros, que son los más poderosos. Y caer en la cuenta de la banalidad de tal afán es impensable sin un ejercicio cotidiano interior que le haga saber que sólo quien acepta la muerte se transformará diciendo un sí a la vida. Sólo quien sabe morir antes de morir no morirá jamás. El camino hacia la vida pasa por una praxis espiritual mediante la que podamos alegrarnos de todo sin depender de nada. Sólo los que se liberan conocen y regalan la libertad.
Pero esa experiencia, lejos de ser fruto de un estado arcangélico propio de quien se evade de este mundo, supone aceptar la realidad, pero aceptar la realidad no equivale a aceptar la injusticia, y ello es imposible sin un trabajo interior, del que carece quien sólo quiere retener y, ahorrar: un trabajo interior perfectamente compatible con el necesario valor para saberse enfrentar a los crímenes de la banca, para desafiar sin miedo a sus centuriones, para arrostrar con valentía el riesgo al encarcelamiento, para resistir las dañinas medidas de los corruptos que nos gobiernan, para aguantar las soflamas televisivas de los dueños de los medios de información, para soportar críticamente las tertulias de los lobbys del Mercado, para contraponer sus opiniones con otras que serán censuradas. Estoy hablando de dos planos, no sólo el estructural. Dos planos paralelos en el tiempo. Para, sin odio, saber oponerse, confrontarse, dar la cara y hacer frente en la calle al que nos calla, gritando o escribiendo, hasta desgañitarse.
Música: Alpha – Vangelis