Vivimos –si es que a eso puede llamársele vida- en una sociedad globalizada, que, obsesionada por alcanzar los medios, ignora, sin embargo, los fines. Estamos programados desde el desorden. Esa es la raíz del desasosiego de una cultura tecnológica, cuyo seno, según las estadísticas, alberga un setenta y seis por ciento de individuos que padecen algún tipo de neurosis.
Con creciente frecuencia, los psicólogos detectan una crisis colectiva de sentido existencial en tantas y tantas personas que acuden a sus consultas afirmando que “aun teniéndolo todo”, sufren sin causa aparente. Nos parecemos a los Reyes Magos en que tenemos los camellos, pero nos falta la estrella.
Detrás de ese asfixiante malestar colectivo, existe, sin embargo, una demanda, también creciente, de otro orden: la búsqueda del Ser más allá de las religiones; una demanda profunda, a cuya interpelación ni los terapeutas, ni los sacerdotes han sido capaces de ofrecer una respuesta satisfactoria.
Mas allá de los dogmas que sustentan las concepciones psicológicas y teológicas (casi todas de corte exclusivamente racional-cognitivo), el ser humano hoy se cuestiona a sí mismo sobre el “sentido” del vivir, sobre el “para qué estamos aquí”; preguntas a las que no responden la mayoría de las religiones convencionales, ninguna institución jerarquizada, ningún entramado político, psicológico o teológico que desemboque en un catecismo o ideario.
Algunos hemos tomado en serio la experiencia de una trascendencia inmanente accesible al ser humano, que llamamos “despertar”. Una experiencia que le pertenece como un derecho de nacimiento, independientemente de que sea cristiano, budista, creyente o ateo, sino porque es eso: un ser humano…
Lo que hoy -aunque sea de modo latente- se demanda no es una religión -organización, sino un medio de iluminar la propia vida, dando contenido al sentido de la existencia. Porque la existencia sí tiene sentido. Lo que el individuo globalizado inconscientemente anhela no es un conglomerado de imágenes o de modelos de santos para ser adorados o canonizados, sino caminos para ser vividos, que faciliten la experiencia del Ser que, supuestamente, vivieron esos «santos». Y cuando hablo de santos, me refiero a esos hombres y mujeres que la humanidad ha encumbrado a la categoría de modelos.
El hecho es que cuando llegamos a ese “ver claro” que acompaña al despertar, surge de nuestra más profunda intimidad una nueva estructura de conciencia que no discurre por los caminos trillados, ni por las leyes de la fisiología clásica; menos aún desde la competitividad neoliberal predicada en nuestras universidades, y que ahora nos agobia por los Medios del Miedo. Y es precisamente el desmontaje o transformación de tales estructuras mentales el que conduce a ese despertar que llamamos iluminación.
Lo que le ocurre a este hombre que abajo firma, devenido forzosamente en escritor, es que al intentar apoyar en palabras aquello que excede la palabra, se encuentra desbordado por la voz aún no nacida, que anida en los sótanos de los conceptos. Aunque él, tan osado y pertinaz, quisiera atrapar en la página en blanco ese impulso de ser que bulle en su interior; quisiera expresar, aunque sea con su aliento, el nítido temblor que habita en su honda vena; catar, y hacer catar, tan dentro y tan cerca el susurro del Ser vacío de imágenes.
De todos modos, al final la palabra se impone en la propia sacralidad, pues lleva en su entraña la impronta del Origen: …..Y aunque el místico –escribía el poeta Roberto Juarroz- salte al infinito y abandone en parte la palabra, que tal vez nunca olvida del todo y a la que casi siempre vuelve. Porque en el fondo vertiginoso de la expresión humana ni siquiera el místico puede callar absolutamente su experiencia única. Y si retorna a la palabra, es natural que su opción más frecuente sea la poesía. Mas ninguna palabra, ni siquiera la palabra «inefable», se acerca a lo inefable.
Música: la terre vue du ciel – Arman Amar